El que avisa no es traidor. Todo esto que van a leer probablemente ya lo sepan. No van a encontrar la cura contra el cáncer, ojalá, ni el banal secreto de la fórmula de la Coca-Cola. Lo que viene a continuación es una narración de hechos, una visión desde la su periferia sobre aquello que parece camino de convertirse en verdad por repetitivo: el reventarles la cabeza cuando observan, leen o escuchan que el resto de España no es del Madrid y la manera zangolotina de atufarse al descubrirlo.
Verán, servidor ha vivido, en su infancia y preadolescencia, aquel Madrid de Zanussi en la zamarra y morado en el color. Recuerda como se fichó a un tal Lozano, sevillano en Bélgica, solo por un buen partido contra ellos en el Anderletcht. O más adelante a Congo, aquel colombiano dentista que acabó en el Levante. Y todos parecían el mirlo blanco. De hecho, la capacidad que tienen desde las redacciones castizas de redactar odas a cualquier cosa blanca, desde la presidencia hasta la utillería, daría para libro gordo como el de Petete. También es cierto que aquellas frases míticas, como el espíritu de Juanito y aquella milonga de chutar fuera en la primera jugada para que el portero contrario se acongojase al oír el contacto del balón contra la valla metálica de publicidad son eso nada más. Milongas. Milongas que usted las podría llamar otro fútbol. Y no eran más que usar todo aquello que estuviese dentro de la legalidad, rayando añadir la i prefija, para equilibrar balanzas. Ya ven, que curioso. Justo lo que ahora desdeñan de sus rivales actuales. Pero claro, en aquellas épocas posteriores al Mundial de Naranjito, la España futbolera no era asociativa ni potencia mundial. Era furia roja, con melenas canallitas y cadenas de oro al cuello, como las de Poli Rincón, más bético de carrera que nada, aunque sea comentarista blanco de cabecera. Y los buenos, los Balones de Oro, jugaban en Alemania o Italia. Y a la Quinta del Buitre, tiránica con sus cinco ligas consecutivas, le calentaban el morro cuando salían con el pasaporte a Milán, Munich o cualquier otro lugar. Pero, siempre hay un pero, con esas no se palpaba ese ambiente adoctrinador de los programas de deportes. Que no eran salsa. Eran radio y competencia. Y podría estar García entrevistando a Ablanedo II por ser simplemente el mejor portero del momento, jugando con el Sporting. Y no tirar horas y horas sobre banalidades del Madrí, por devoción, o del Barça, por satanismo. Cambien la ecuación en Cataluña, aunque el resultado sea el mismo. No entienden, como clama Arbeloa a los cuatro vientos de Twitter, que el hastío viene por la sobre exposición. Puedes adorar la tortilla de patata o la paella. Pero si la comes todos los días, acabas aborreciéndola. Y el que escribe cree que todo comenzó cuando Raúl pegó una patada en la habitación del fútbol profesional. El, por aquel entonces, chaval te entusiasmaba con su garra, con su genio y con su voluntad de jugar a tope, sin pensar en el mañana. Y te caía bien porque veías que era de verdad. No muy hábil con la palabra, reflejaba modestia cuando le ponían un micro delante. Los de siempre, pongan ustedes nombres, lo subieron a los altares con sus cirigañas. El chico tuvo su bajón, noche madrileña mediante, pero supo reconducirse, a pesar de seguir con las trompetas y clarines de allá aquellas redacciones. Y ya maduro, con aquella celebración de goles reivindicativa señalando su nombre en la espalda de la camiseta llegaba a tener cierto nivel de lastima como aquel 'Me lo merezco' de Michel con España en Italia 90. Lo dicho, con el rebautizo a Raúl por parte de ellos, llamándolo 'El siete de España' comenzó todo.
Y la cosa se fue de madre. Y Floper quiso ser Bernabeú. Y los Zidanes y Pavones. Y el pie derecho de Beckham en la Castellana. Y el izquierdo también. Y Ronaldo, rebautizado también. Y pufos a los altares, como el bichito Jesé. Y todos los del Madrí creyéndose linajudos por ser del equipo que son. Y los Homeros, como Jabois, al que sigo queriendo robarle el alma, o Diego Torres, con menos fortuna y admiración por ser soplador, teclean sin disimulo sobre ello, unos con más verdad que otros. Y los gallos impostados de Esteva ante la chilena de Ronaldo, al que todos llaman Cristiano como buscando un guiño religioso de conversión. Y si hacen el puente aéreo, pasa tres cuartos de lo mismo. El fútbol no es fútbol si no se dan veinte pases seguidos, Luis Suárez y sus guarradas, Messi, Busquets, Piqué, el guardiolismo perpetuo y, sobre todo, esa absurda manera de hablar técnicamente como supongo hablaban los apóstoles del barbudo de aquella Nazaret de la Biblia.
Aquí cada uno puede ser del equipo que le plazca. Sea el de al lado de su casa o de la otra punta. Faltaría más. Aunque no concibo serlo ni sentirlo si no lo ves en el campo, si no creas una comunión con el ambiente, con el sufrimiento, con el vecino de grada. Llámenme clásico. O viejoven, si quieren. Lo divertido, si ves ganar a tu equipo es lo extraordinario del caso. Casarse cada año debe ser lo más aburrido del mundo, supongo. Y después de ver ganar a tu equipo, lo más divertido es ver a los aficionados de Madrí y Barça discutir, con más o menos sangre en los ojos y en los huevos, sobre los méritos, sobre si las chilenas son un churro o uno de los mejores goles de la historia y ver las caras cuando una Roma sin Totti te obliga a decir "Ciao" a esa Champions que, con el mejor del mundo, ves más finales en la tele que las que juegas, andando con el orto prieto por si el sevillano con el cuatro la vuelve a levantar.
Y ojo, que por las gentes de bien de esos equipos, te alegras. Pero dejas de ver la tele o escuchar radios. Porque eso ya es parafernalia. Y en el Sálvame sale un tipo con la bufanda cuando es caballo ganador. Postureo. Por esos, me da igual. Aunque siempre, desde aquí, se bancará a cualquiera de los otros dieciocho de la Primera y a cualquiera de Segunda, como el Sporting de Rodri Faez e Igor Paskual, o el Córdoba de Agredano, o el Sevilla de Pepe Lobo, o el Villarreal de Héctor Molina, o el Oviedo de Cotrina y su hijo.
Porque, aunque les parezca extraño, no somos del Madrí.
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