(foto: Bus stop in the rain, por Salustiano)
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Sus pasos resonaban en el pasillo que llevaba a la sala de audiciones
del Conservatorio. Caminaba con desgana, era jurado -otra vez- de un
concurso de pianistas noveles, no había podido negarse, su representante
había insistido tanto… La verdad es que le producía una sensación
incómoda volver a aquel lugar, a pesar de que allí había comenzado su
personaje a forjarse, a pesar de que allí estaban los viejos profesores
que le habían dado alas. Era como si quisiese borrar todo lo que le
recordase que su éxito no era solo suyo, suyo, de su genio, de su
constancia, de su ambición. No solía confesar que había vivido allí
-dicen que el chico tiene talento- hasta que empezó a obtener becas, en
la casa de la que recordaba las paredes llenas de desconchones, el olor a
guiso barato, la lucha con las teclas del primer piano que le pudieron
conseguir... Era un modelo anticuado con el que peleó hasta que él
aprendió a tocar y el piano a sonar, uno junto a otro, haciendo música.
Música que hacía parar a la gente que pasaba hacia el trabajo, que hacía
que los niños dejasen de jugar, que las vecinas olvidasen apagar el
fuego de sus cocinas. El viejo piano le acompañó a los exámenes y
audiciones, no se arriesgaba a tocar con otro salvo aquel al que conocía
y que le reconocía. Entre sus padres y hermanos cargaban con él con
sumo cuidado para que no se desmontase… Se había avergonzaba de ello,
de todo ello, ¡tantas veces!… De la mediocridad… Un día, aquello se
había terminado. Como siempre habían sabido en su interior sus
profesores y compañeros, él era un genio, uno de entre un millón. Dejó
la ciudad. Dejó su familia. Dejó el conservatorio. Dejó su viejo piano.
Dejó la miseria. Nunca volvió la cabeza para mirar atrás. Suspiró y
entró a la sala. Se hacía viejo... Sus compañeros de jurado se pusieron de
pie respetuosamente, casi servilmente. Los aspirantes fueron desfilando
por el escenario, nerviosos, atrevidos, bloqueados, interpretando su
mejor repertorio, a pesar de ello, no podía evitarlo. Se aburría.
Entonces salió, como una libélula que llenase con su menudez el
escenario, un ridículo vestidito negro, tan seria, tan concentrada. Tras
ella, tres hombres cargaban con un piano que depositaron con todo el
cuidado del mundo sobre el escenario. Se le erizó la piel. La muchacha
se sentó ante el teclado, miró con amor infinito las teclas
amarillentas, los pedales ya sin dorado... Le miró a él, directamente, a
los ojos, desafiante… Y comenzó a tocar. Una marea de calor pareció
emanar del piano y la chica en oleadas hacia el auditorio, nadie
respiraba, nadie pensaba, muchos cerraban los ojos, las más ocultas
fantasías de cada uno afloraban a los corazones a las mentes. La música
podía verse flotar lo llenaba todo, lo anestesiaba todo. Cuando terminó y
quedó inmóvil, como vacía, ante el piano, el silencio podía escucharse.
Unos segundos mágicos hasta que un rugido de admiración y agradecimento
surgió del auditorio. No hacía falta esperar al veredicto. Las fotos,
la atención, las preguntas, todo era para ella. Temblando y con la
desconocida sensación de haber sido olvidado por su séquito, él se
levantó, subió al escenario, se arrodilló bajo el piano. Allí, tallado
rudamente con una navaja, estaba su nombre.
Dulce Vanganza.