viernes, 31 de agosto de 2018

#Saura7Guedes, ilusión y militancia.

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Parece que haya pasado un mes. Pero no. Tan solo fue una semana desde que andábamos debatiendo en Café Mestalla la primera derrota del Centenario. Vendrán muchas más, no tengan duda. Pero esta, por ser la primera y por no esperada, duele un poco más. Ya se habló de las cosas a mejorar. Piccini y el juego colectivo, principalmente. Por lo tanto, no conviene ahondar en la herida.

La herida se tapó, por fin, con Guedes. Moto GG. La ilusión del valencianismo transformado en algarabía turca. Recibimiento en el aeropuerto, zarandeos, cánticos y Peter Lim que parece que destierra todo aquello malo que hizo los dos primeros años. Se le vuelve a corear. Como en tiempos de Salvo. Salvo, Amadeo, que ha fichado para su Ibiza a Borriello, Marco. Ojalá le salga bien y no sea su Nani pitiuso.

Ilusión. Una palabra que ha ido rondando por redes. Cíclicamente se reparten carnets de valencianismo para medirse los murciélagos. Ya ven. Cosas de agosto esta vez, supongo. Servidor se sitúa en la trinchera de Lahuerta, donde la militancia no se negocia y la ilusión va y viene. Y los gestores han de gestionar esa militancia, no basar sus políticas en la ilusión. Buscando el símil económico, hay que mirar la rentabilidad a largo plazo, diversificando una parte en valores de riesgo. O más cercano, la economía del Valencia CF no puede basarse exclusivamente en la clasificación para la Champions. Se ha de potenciar otras vías de ingresos, por pequeñas que sean. Tacita a tacita, como la militancia.

Militancia. Estos días, en un ataque desmesurado de ego, al abrigo de aquello que saltaron voces contrarias a no tener detalles con ex jugadores cuando es su aniversario, se me ocurrió lanzar la etiqueta #Saura7Guedes para buscar dentro del Departamento de Marketing que tomasen como suya la presencia del mítico capitán en una hipotética presentación del portugués en el palco de Mestalla. Dudo que se haga tal guiño. Sería bonito. Y serviría para demostrar a esa militancia sin conocimiento de la historia del club que, antes de Guedes, Villa o el Piojo, llevar el siete en el Valencia pesaba y mucho. Y Saura era la luz del valencianismo eclipsado en los 80. Ganó una Copa, una Recopa y una Supercopa de Europa, jugó un Mundial y marcó un gol, precisamente en Mestalla, cuando se llamaba Luis Casanova. Nuestro irreductible galo dentro del Imperio Romano. Portador antaño, de la bandera de la ilusión.

Ilusión. Con la Champions. Con equipazos. Los tres. Sí. No me vengan con historias. Los tres. Dos con lustre y uno con igual o más ganas de hacer ruido que el Valencia. Mata y Cancelo volverán a Mestalla, lectura en clave valencianista. O si lo quieren en clave Gestifute-Meriton, Mourinho y Ronaldo, amigos e intereses del dueño del Valencia. Prepárense a ser equipo extranjero con la vuelta del portugués juventino. Y aprendan de los errores. La indiferencia será lo mejor. Al último ex-madridista de tronío que vino a Mestalla en Champions, Raúl, se le silbó y nos calló con un gol que fue la primera piedra para ser apeados. Piensen ya en la Champions e ilusiónense. Por suerte, ni ustedes ni yo jugamos. Y el domingo se juega un partidazo a las 12 que se ha de ganar. Ganar y que a nadie de la grada le de un golpe de calor.  

viernes, 24 de agosto de 2018

El ciclo valencianista sin fin.

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Lo habrán visto ustedes. Marca Rodrigo un golazo que supone el empate y el objetivo de David González capta la esencia. Un padre levanta a su bebé de cinco meses. La euforia del gol. La devoción por unos colores. Levanta. Ni zarandea, ni lanza al aire ni cualquier otra burrada por el estilo. Levanta. Como hace usted o yo en el parque o en el sofá de casa. Y no van los servicios sociales a llevárselo. Como tampoco lo hacen con aquellos que dejan, de mano en mano, a nanos para que 'toquen' el manto de la Geperdudeta. No sean meapilas. Ustedes saben, y si no yo se lo digo, que en la grada normal de un campo de fútbol, el mayor peligro es que te den un balonazo. Y si eso pasa es porque no se está atento al juego. Yo flipo con las sensaciones que habrá vivido esa familia, al completo yendo al templo. Y ese nanete, el del fútbol, va a ser de los de su colla el que más pecho saque cuando en la piscina o en el parque de Villamarxant se saque a relucir quien fue el más joven en ir a Mestalla. Cinco meses. Toma ya. Y estuvo en un golazo. Quizá el de Rodrigo sea su propio gol de Forment. Estando, que estaba, no se acordará más allá de las cosas que le puedan contar sus padres o su hermano mayor, que también estaban allí. 'Y el balón estaba muy arriba. Y Rodrigo, que era de los mejores y lo quería el Madrid, saltó, se paró en el aire y bajó la pelota con el pecho para meter un golazo casi por la escuadra'. Y el nano soñará con ese gol. Y si lo busca en YouTube, o en cualquier plataforma de vídeo cuando tenga edad para ello, siempre podrá decir que ese fue su gol.

Más allá de debates infantiles, la imagen, digna de enmarcar, es una metáfora clara del repunte de la ilusión del valencianismo. Ya saben la historia. Años duros, mala gestión inicial de Meriton y la doble M que llega para mandar junto con un presidente con perfil diplomático que ocupa su lugar. Fuertes como institución, no dejándose doblegar ante los grandes de siempre con una cosa tan simple como defender y poner en valor sus activos. Ni más ni menos. Mestalla, un lunes, con 46.174 espectadores y nanos que, como nuestro pequeño protagonista, debutaban en la grada. De eso se trata. De perpetuar el sentiment. De rescatar esas historias familiares, que son igual de bonitas o más que la de cualquier aficionado a más de 700 kilómetros de la Avenida de Suecia. De cuidar al tipo que se casca una hora en coche para ir y otra para volver que parecen dos cuando el cabreo de la derrota va como pasajero. Y vivir este año como único, porque igual el año que viene las cañas se tornan lanzas y comienza la temporada en julio, jugándose la vida contra equipos eslovenos para entrar en una Europa League que solo mola si vienes de la fase de grupos de la Orejona.

Vivan el año que recién comienza con sonrisa de pícaro. Como la de Ferran. O la de todos los niños que apuran uno de sus primeros veranos y van por los parques y paseos marítimos con sus zamarritas valencianistas.

Bienvenidos de nuevo a este rincón.

miércoles, 1 de agosto de 2018

El último trago del Nueve.

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El último trago nunca sabes que lo es. El mío fue, exactamente, un chupito de Jack Daniel's. Como siempre, hice caras al pasar la bebida por mi garganta. Mi dureza no es como la de Andrés, curtido en mil y una batallas a un lado y otro de la barra. Todavía tuve los arrestos de marcarme unos pasos de baile tratando de disimular el ardor que provoca ese bourbon, roquero por excelencia. Desde la esquina de la barra, alguien reía. Lastimosamente, supongo. Si sabes que ese es el último, lo abrazas para la eternidad. Pero ahí está la gracia. Beberlo con normalidad. Aunque diez, quince o veinte días después se vuelva amargo.

El Nueve Tragos cierra sus puertas. Dieciocho largos años, muchas páginas escritas y recuerdos que se nos quedarán para siempre hasta que nuestro coco se reblandezca por los excesos de juventud y madurez. El Nueve entró en mí una tarde noche de marzo de 2010, con un acústico de Igor Paskual. Día 16, en plenas Fallas y, con esa cara que solo tiene el que se encuentra a medio camino de la borrachera y la resaca, me presentaba allí, tímidamente, ante el dueño, para no marcharme nunca más y dejar un trocito de mi corazón en esas mesas redondas y en esa barra presidida por un lema digno de ser mantra. Sueños de rock & Roll. 

El Nueve ha sido mucho más que un bar. Ha sido un hervidero de cosas. Me niego a llamarlo contenedor cultural, aunque pueda ser la definición técnica más acertada. Incluso fue restaurante sin serlo. O lugar improvisado para comerse una pizza regada con tertulia. Allí he comprado vino, he sido solidario, he asistido a charlas donde la música ha sido protagonista, a presentaciones de libros, a proyecciones cinematográficas con palomitas, a partidos de fútbol, a fiestas infantiles, a exposiciones fotográficas y a conciertos. He celebrado cumpleaños provocando la mejor de las sonrisas. Incluso me ha servido de escritorio en alguna de esas noches en las que solo necesitas buena música, un whisky con hielo y el buen hacer detrás de la barra. Y sí, he subido al coche de choque, con la correspondiente foto. Incluso tengo una tarjeta VIP, de la que me siento orgulloso.

Me consta que Nueve Tragos ha sido, es y será importante para mucha gente. Fue donde ella le dijo sí a él, dejando dos hijos para la posteridad, convirtiéndose para siempre en su bar. Fue el sueño cumplido de un chaval al que su pasión por el rock de Loquillo lo hizo empresario. Es nuestro espacio de seguridad, donde lamernos las heridas de lobos solitarios y el lugar del que siempre hablamos. Es el vaivén de las copas hablando de fútbol en clave valencianista o del pasado cuando jugábamos, saltando sin rubor a los problemas con las mujeres, como el disco. Es visitar sus paredes, historia viva del rock en España y Valencia. Es el altillo. Es el Loco entrando y callando a todo el bar con solo su presencia. Es el abrazo sincero de Andrés al llegar. Es el abrazo sincero de Andrés al marcharte. Es la intimidad de la puerta cerrada y las confesiones que no se pueden contar. El Nueve Tragos es la mutación al Mesón La Pepa, las mismas caras, los mismos gestos, la misma elegancia, pero bien comidos y bebidos.

Patraix se queda un poco más oscuro sin las luces de neón. Y esa pendiente despedida a lo grande será la que todos y cada uno de los que nos dejamos un trozo de nuestra vida en el Nueve Tragos imaginemos en nuestras cabezas. Con las caras que queramos recordar, con la canción que queramos cantar o bailar, con el hielo que queramos que suene en las copas.

Espero veros a todos en La Pepa, para que el Nueve Tragos y su rocanrol actitud no muera.

Por un instante… la eternidad.

Gracias por todo, Andrés Albert. 

PD: Perdón por la licencia narcisista de la foto. Si no os gusta, cerrad al salir.