Foto: Luis Crown
Resulta difícil cronicar -verbo inventado- un festival cuando hay momentos en los que la música es casi lo de menos. E incluso resulta difícil justificar la frase anterior cuando las más de 7.000 personas que pasaron por el recinto del Montgorock tenían como principal aliciente ver el fabuloso cartel que se anunciaba para el evento con más repercusión de la Marina Alta del pasado fin de semana. O casi del verano. Pero es que a veces es lo de menos. Estos festivales, donde la música se mimetiza con tu respiración y tus latidos, donde el poro se llena de notas y polvo a partes iguales y donde es imposible no perder matices de los conciertos sin sacrificar todas tus necesidades fisiológicas, es vivir con mayúsculas. Es ser salvaje y venirnos arriba con fuego y gasolina. Es llegar solo y despistado a mitad del festival y encontrar el amor fugaz cuando el sol se mezcla con la luna. No fue mi caso, pero sí el de una rubia con pinta en la mano e ídem de guiri, que se abrazó a un zagal que esa semana no merece jugar a la lotería, por si acaso.
Aunque bien pensado, yo tampoco debería jugar. Porque gracias a mi Ángel de la Guarda motorizado, una especie de Adri Rock Runner pero más femenina y sexy, pude plantarme en la casilla de salida de los autobuses camino de la costa. Brindaré con ella este fin de semana y le susurarré al oído todas las cosas bonitas que recuerdo del Montgorock.
Como por ejemplo, que los festivales con sol, cerveza y relaciones forjadas a base de sudores de rock y confesiones de barra, donde casi no es importante el cuando, sino el porqué, nos reconcilian. Y que el Montgorock es un poco el Kraken, es un poco aquellas noches lejanas en Zaragoza o Madrid, donde se forjan esos abrazos sinceros que te crujen las costillas y estas fotos grupales en las que ves a todos sonreír.
Es un poco ir a verlas venir sabiendo que no vas a caer en el desamparo. A pesar de la habitación para uno. Es recibir el primer abrazo del fin de semana por parte de Ernesto, leyenda activa de la música -eso tú, lector habitual, ya lo sabes-, mientras arriba del escenario Gran Quivira lo da todo a base de sudor, sol de frente y primeros pasos de la sarta de conciertos que íbamos a vivir en dos días. ¿Hay algo más molón que hacer rock con gafas oscuras? Si encuentras las fotos, probablemente tendrás la misma respuesta en la boca que yo en la cabeza. Sonaron de puta madre, por usar algún tecnicismo y, como siempre, Monty alentó a las masas con bofetadas contra el postureo, mientras Marcos Bañó disparaba ráfagas que se quedarán para siempre y el Dave Grohl particular de la Rabia Rubia, conocido en otros lares como Rafa, vibraba como solo saben hacerlo los molones, sin apenas inmutarse. Todos somos exactamente igual que todos los demás que no quieren ser igual. Maldita sea.
Queriendo todos adoptar el dress code de La M.O.D.A., como unos aprendices del salvaje Marlon Brando, rendimos cuenta de algunas cervezas cortesía de la pulsera naranja del acreditado por obra y Gracias de la generosidad del equipo, con caras de Maricruz y Josan Serrano, unos señores con mayúsculas que se merecen una ovación por su valentía y pasión por sentirse vivos en el andén, mostrándonos a todos esa sensación de no haber perdido nuestro tren, aunque nos crujan las rodillas, queriendo quedarnos a vivir en ese instante en que la montaña rusa llega arriba. Y con esas, con esa voz de David que nos vuelve locos, comenzamos a languidecer casi con la noche y nuestra vida se transforma en una comuna de camerinos y más saludos. Mientras comienzan a sonar los alemanes de Itchy Poopzkid, la gente cena o bebe. Algunos ambas cosas. Y nosotros, en ese aura del backstage, donde se cuece el pasillo final, comenzamos a hablar del viento, del sol, de zapatos, de brillos de labios y de cuidados de la barba. Llega el Guaje Igor, gutarrista de Loquillo. Abrazos y vaciles, algunos futboleros, sin pagar el vino pero sí hablando del Sporting, como si estuviéramos en aquella bahía inestable.
Mi discreción, y fortuna, me permitió ver algo al alcance de unos pocos. Las esperas son lazos de sangre, son la capilla previa del torero, del deportista. Ese ritual, en el que el artista, de la guitarra, raqueta o balón, necesita para interiorizar, visualizar o rezar antes de salir frente al público. Ese momento lo vi, como un chiquillo travieso que observa por la cerradura, cuando Loquillo juntó en corrillo a su banda a escasos minutos de salir. Por casualidad, tras salir de un rincón oscuro a hacer aquello de pie. Parando mis pasos ante la escena y recogiéndolos hacía atrás para ver y no romper la magia del momento, no sea cosa que el Loco me de una hostia por mocoso chismoso, salga torcido a escena y me tire la primera botella que encuentre cada vez que coincida con él en el Nueve Tragos de Andrés. Afortunadamente, no fue así y la banda se marcó un gran concierto que pudimos disfrutar todos los allí asistentes, arrancando con Salud y rocanrol, terminando con Cadillac Solitario y con las lagrimas de Merche, emigrante repatriada, entre medias. Y saludando desde lejos a la banda, cruzamos el recinto porque, casi sin descanso, la perrera comenzaba a ladrar. Gran valor y mérito de Los Perros del Boogie, lanzando sus primeros acordes casi al final de los de Loquillo, recogiendo la ola y marcándose un concierto de los más espectaculares de la noche, bautismo de fuego del crossfiter new guitar Borja Gandía, que resolvió con sobrada nota nuestras ganas de rocanrol y fiebre que, claro, van de la mano los dos.
L.A. y Sexy Zebras cerraron la primera noche con una aspiración brutal de nuestras fuerzas, sustentadas únicamente por las ganas de esculpir nuestros viejos cuerpos y no pensar en el mañana que estaba por llegar, doloroso y expectante con sus dientes afilados y sedientos.
Y al segundo día, flaqueamos. A pesar de dormir casi hasta mediodía. A pesar de oír la voz del cuerpo y la sonrisa que echábamos de menos en esa cama para uno. Nadie dijo que iba a ser fácil. Tocaba vitaminarse, mineralizarse y pedir un carruaje que nos llevara al recinto, donde Miss Octubre mostraba su potente show casi a las mismas horas de sol que el día anterior Gran Quivira y con idéntico resultado en la piel de Agnes que en la de Monty. Mientras tomábamos aire, y un poco de Mala Vida, el análisis mental de lo vivido y por vivir no dejaba otra que dejarse llevar por la alegría de Muchachito, el festival de verano convertido en música. Con diversión fantástica. Con los metales despertando a cualquier muerto, que los había. Con los niños bailando. Como los hijos de Carles "El Moro", mamando este hippismo tan sano y necesario en cualquier educación que se precie, donde saltar, sudar y jugar ha de ser necesario para ser hombres y mujeres de bien.
Y pasó por nuestros ojos Rubén Pozo, un llanero solitario que, con pasión, sabe estar a las pequeñas duras, haciendo fuerte el cuerpo para disfrutar con más ganas cuando lleguen las grandes maduras. Siempre me ha parecido un músico excepcional, desde que meneaba su guitarra con Buenas Noches Rose y que constató con Pereza. Y es un seguro de vida, un acierto seguro para cualquiera que contrate sus servicios, obteniendo, de paso, la cuota femenina de fans que ha de tener todo festival que se precie. Por mucho polvo de tierra que haya.
Polvo del que parecen alimentarse Arizona Baby, con esas barbas, esos pelos, esas gafas y ese rock que es tan casi nuestro como de ellos y que nos maridan con cualquier licor de alta graduación, carne bien tostada y partidas de cartas. Fue, durante unos breves momentos, la banda sonora perfecta a nuestras pizzas y productos locales, servidos por las maravillosas gentes de los foodtrucks que, con una sonrisa, ejercían de buenos samaritanos por un puñado de tokens.
Con Quique González, respeto eterno y manos estrechadas, llegó la magia. Con el tempo del sol casi sincronizado, se llevó la luna debajo del brazo con todas sus melodías de tipo auténtico y comprometido, mientras llamaba a Charo, preguntando todo lo preguntable, provocando sus respuestas y los trances de los y las montgorockers, ese término del que ya no nos desprenderemos aquellos que comimos polvo del recinto de La Fontana.
El golpe final fue cosa de La Pulquería, a golpe de tequila, barcas hinchables y fiesta mariachi, cabrones. Como sabiendo que ya andábamos cortos de fuerzas, inversamente proporcionales al moreno que iba luciendo Josan, de acá para allá y teniendo el temple y la muleta para satisfacer a todos, desde la más alta estrella hasta el más modesto meritorio de la barra.
Con Kitai, teniendo su momento en el escenario Rockers Gin con su rock atronador lleno de insolencia juvenil, nos centramos en pulsar otra capilla, esta vez desde el camerino de Los Zigarros, encargados de cerrar el festival. Abrazos y besos con los Tormo, dando gracias que no se quedaran con el vino y Sinatra después de la nocturnidad de Granada. Viven un gran momento, con la gira de su segundo disco y, para los morbosos, con normalidad y brindis con los miembros de Los Perros del Boogie. Algo que servidor había detectado entre el mundillo y algunos fans, pero que ambas partes afrontan con normalidad. El negocio está así montado y, como ya dije en su día, hemos ganado dos grandes bandas en Valencia. Y punto final, con llave al mar.
Con Los Zigarros si se dio todo. Era el final, el último rayo. La última opción de aquel joven en decirle a la chica del final de la penúltima fila aquello de "baila conmigo". Incluso podría decirlo en playback, Ovidi le prestaba su voz sin problema. Y luego, quien sabe, podría prenderle fuego a su pantalón. Y el público saltaba, como si de barras bravas se tratase, a ritmo de Telecaster. Y con expectación entre los compañeros de cartel por ver a estos valencianos que, está claro, ya se ha corrido la voz acerca de lo que son capaces de hacer. Y se encuentran en un excelente estado de forma. Dominando la escena, la gente, la pose, nada impostada y plenamente natural, marcando un cierre de concierto y de festival en lo arriba del todo. Aunque durante un momento me pregunté, como ellos, que demonios hago yo aquí si solo quiero estar junto a ti, lejos de tanta locura.
Esto fue, a grandes rasgos, el Montgorock. O, al menos, mi visión. Por si no te gusta, los chicos de La Gramola de Keith tienen la suya y es muy recomendable. Un evento lleno de transversalidad, (¡toma palabro!) que puso a Jávea en el mapa de la música. Actuando globalmente pero también localmente, fomentando a las bandas locales, potenciando la gestión de jóvenes voluntarios y la unión de diferentes sinergias desde el ámbito público hasta las entidades privadas. Nos guardaremos para el final la parte menos glamurosa, el trabajo previo, las acciones, el fomento del festival en Fitur, el sacar a la luz del sol el rock con la matinal sabatina de Romero, que no siempre está en garitos oscuros de, dicen, dudosa reputación.
Llego a casa y me deshago de mis pulseras y acreditaciones. Cansado, sonriendo como un viejo, ya no puedo disimular.
No obstante lo cual, me sigue gustando el cabaret. Me sigue gustando el Montgorock.