Foto: Facebook Juan Romeu Ferrer
«El ave no es del nido en el que nace, sino del cielo en el que vuela.»
En algún lugar leí o escuché esta frase. Más bien lo primero que lo segundo. Quizá sea más una invitación a viajar y sentir en la piel los matices del lugar en cuestión, pero otra lectura podría ser un alegato de los apátridas de corazón. Esos que no se consideran de ningún sitio, que ven el nacimiento en un lugar concreto como un mero accidente -puede que lo sea- y no como la pertenencia a un territorio geográfico.
Expresiones tan rimbombantes como la de 'ciudadano del mundo', manoseada un poco por las nuevas trincheras políticas, o la que encabeza esta entrada, no hacen más que generar dudas razonables sobre las verdades absolutas que no aceptan el abanico de matices.
Pero que quieren que les diga. Sí, viajar mola. Sí, hacerlo desde dentro, viviendo de verdad el destino, también. Pero sentirse de una tierra, de un lugar, es lo que completa a uno como persona. Los cambios no son buenos. Por hastío o dejadez, siempre se pierde algo en el camino. Que se lo digan a Maika, que a cada mudanza perdía un cachito de su historia vital como mujer, quemando etapas pero ganando sitio en su corazón y en sus armarios, donde me gané un espacio. Pero el ser humano necesita orden, físico y sentimental. Y ya suena raro que esto aparezca en un lugar llamado El Armario Desordenado, pero a pies juntillas lo creo.
Necesitamos saludar al vecino, saber donde está el buen café del mediodía, ser parroquianos de un bar y ver al camarero o camarera como una cara amiga y no como un dispensador de alimentos. Detectar cuales son los baches de la calle, conocer sus vientos y respirar sus aires. Ser más humanos, en definitiva. Vivir con más calma, que no está reñido con hacerlo deprisa.
Y todo esto ocurre allí, en Les Barraques. Un barrio como otro cualquiera para cualquiera que no sea de ese barrio. Con templos de tapeo y de liturgia, como Don Carnal y Doña Cuaresma. Con barras representativas de la cultura del almuerzo. Esa de cacao del terreno, vino, gaseosa y bocadillo repleto. Con comercios familiares, pocos pero resistentes. Con calles con historia, de las que bien merecen una ruta que algún día crearemos mi bibliotecario favorito y servidor. Un barrio con aroma a apitxat, con aroma a verdad.
De verdad. Quizá sea esa la palabra que mejor defina sin partidismos a este antiguo barrio de pescadores, en la zona más vieja de Catarroja. Su elemento diferenciador de otros barrios con supuesto más estilo o más de moda (pueden rellenar aquí su pensamiento con el barrio de la capital que más rabia les dé) es, al mismo tiempo, su principal lastre. Las estrecheces de sus calles, los recovecos nada poliédricos y una histórica mala gestión urbanística lo convierten en un lugar incómodo para el siglo XXI, donde somos discapacitados motores si no usamos el coche para cualquier trayecto. Pero también es su encanto, abrazando al que quiera callejear y encontrar sus calles de postal, como bien capta el ojo fotográfico de Ximo Ves, por poner un ejemplo al azar de aquellos aficionados profesionales que se dedican a inmortalizar momentos.
Y también tiene su mercado. como lo tienen otros. Incluso antes de las restauraciones de aquellos. Que aunque sea popular -en la acepción de pertenecer al pueblo, camaradas-, por cercanía y cariño se siente como propio. Un mercado super, sin prefijo evocador a cadenas alimentarias. Tanto por dentro, con sus paradas llenas de vida a colores, como por fuera con su arquitectura singular y, probablemente, única.
Sus gentes son ariscas y muy suyas al principio pero se dejan rascar la coraza si eres de bien, hasta convertirse en familia al final, a golpes de verdad en el apretón de manos y de mentira en las partidas de truc. No sientes el aire de sus calles si no has asistido a las sobremesas con anécdotas sin medida de pescadores y cazadores del lago de La Albufera, dando cuenta de caliqueños de contrabando y copita de anís seco o cualquier otro licor. La devoción a Sant Pere (San Pedro en valenciano), el único que hace ir a misa al menos una vez al año hasta al más agnóstico de los vecinos, -cosa meritoria ya que la ceremonia se realiza en el medio del lago, después de una madrugadora romería, primero a pie y después en barca- y la conjugación de un verbo totalmente inventado, santperejar, que no es más que vivir la fiesta en su honor a su patrón, a golpe de fervor, abanico, licor y sudor son, si se me pusiese un revolver en la sien, las señas de identidad de esta pequeña urbrand, que diría el pensador del rincón, Risto Mejide.
Y comer. Bien. Sin tonterías. A cualquier hora de la mañana. Bien en tostas especiales, con ibéricos y tomate autóctono, bocadillos grasientos y sabrosos de los que disparan el colesterol o arroces en cualquiera de sus vertientes. Y por supuesto, allipebre. El guiso madre. Esto encontrarán en el Mesó L'Albufera, una barra con casi treinta años, verdadero santuario de la manduca buena, donde Toni y Pili, con un ajoaceite que quita el sentido, son aquella cara amiga, parte de esa familia que eliges, a veces tan diferente de la que te toca.
Y ante los eternos, la savia nueva de los llegados. Con nombres que son historia del barrio, las nuevas gerencias del Diana y El Viu (don Paco siempre presente) despiertan el interés por sus cocinas y las propuestas que salgan de ellas para así tener una excusa más para conjugar ese arte de vivir en la calle. Y quien sabe si la revitalización definitiva del barrio podría pasar por eso, por abrazar al comer de pie con parada final y soniquete de copas en el kiosko a los pies del lago artificial del parque tocayo del barrio, fantástico pulmón verde, patio de recreo de infantes y centro de besos robados de adolescentes.
Donde sentarse a la fresca cuando la noche llega es como irse de vacaciones, con la calle sonando a refresco por el agua de la regadera, sin más banda sonora que la conversación con los grillos chirriando y el zumbido de algún televisor a lo lejos como ligera música ambiental. Y cuando la noche es casi madrugada y se captura el paso de alguna brisa despistada que hace bailar ligeramente las cortinas caladas, se saluda al alma de los ausentes, queriendo pensar que son ellos desde el otro lado echando de menos poder conversar.
Les Barraques. Un barrio como otro cualquiera para cualquiera que no sea de ese barrio.