Hubo una época en la que las crisis existenciales y mis problemas con las mujeres no ocupaban casi nada en mi vida. Y eso me permitía bucear en la nocturnidad de las ligas sudamericanas buscando, como Galeano, una linda jugadita por el amor de Dios. Y en esas me lo encontré. Cuando Boca y River eran alternativa seria a cualquier campeón europeo, apareció Pablo. Con camisa grande. Con cuerpo menudo. Con talento descomunal. En esa estúpida cuestión que nos obliga a ser aficionados de cualquier equipo de cualquier país, por Maradona, como no, rendía militancia a la mitad más uno boquense. Vale, no es una obligación. Pero funciona como un enamoramiento de verano. Descubres una racha o un jugador y ya miras para siempre con otros ojos a ese equipo. No te dejan sin cenar sus derrotas. No te lanzan a la fuente sus victorias. Pero te hacen feliz a ratitos, con bondades, sin penas. Así estaba, y estoy, con Boca Juniors. Al otro lado, en los Millonarios de River, Francescoli y los demás. Hasta que aparecieron ellos. Los pibes. Saviola y Aimar. Aquella cantera sacaba jugadores talentosos como churros y estos dos parecía que jugaban en el patio de la escuela. Con burla, diversión y relativizando cada regate o cada gol, desnudándolos de importancia aunque la grada los gritase hasta la afonía. La aparición de estos pibes no era tan acogedora como puede serlo ahora. Europa vivía la época del músculo. Quizá estaba de moda el doble pivote o esa horrenda palabra denominada trivote que no era más que poner a tres rascadores dedicados a la demolición creativa. Y siendo fútbol profesional, no era tan profesional como lo es ahora. Y los pequeñitos éramos arrinconados a las bandas, como wines o usados como revulsivos, como si de un Mina cualquiera se tratase.
La llegada de Pablo a Valencia, recuerdo que aquello era una guerra civil de los pasionales Molina y Ortí contra el poder económico encabezado por Llorente, despertó la ilusión como si de un fichaje turco se tratase, con multitudes en el aeropuerto y todo aquello que la pasión provoca. Palermo acababa de llegar a Villarreal, junto con el Melli Gustavo y aquel debut en Champions contra el Manchester United, con el 22 a la espalda de esa camiseta, otra vez, grande, fue la mejor explosión que vivió el valencianismo. Un fantasista, un jugador que aprovechaba su menudo cuerpo al cien por cien. La clarividencia futbolística. Fue tal el flechazo que pronto llegaron los cánticos. Un poco cutres, sí. Pero nunca fuimos tan buenos como los argentinos en eso de alentar en verso. Jugador de perfil bajo. Que no marcaba goles, decían. Que no defendía. Que no era determinante. Que no tenía personalidad, ni madera de líder. Todos mienten. Echen un vistazo a la ristra de títulos que dejó tras su paso por Valencia, buceen por Internet para ver como bailaba con el 22, con el 35 y con el 21 que, desde entonces, está asociado a la magia casi más que el propio 10. Cuando cogía la pelota Aimar, el campo esperaba que pasaran cosas. Y tú, desde tu casa, o desde el sector 3 y 4 de las Sillas Gol Sur, le gritabas "¡Haz cosas, haz cosas!" vestido de Cúper o Benítez. Luego la salud y la edad se encargaron de languidecer su estela pero Zaragoza, Benfica y River gozaron, en mayor o menor medida, de lo que hacía con las botas y la pelota. Incluso consta una excentricidad yendo a jugar a Malasia. Digamos que la pasión del fútbol mueve montañas y ya está. No merece más. Si a Kempes le perdonamos sus tumbos finales, a Aimar también.
Por eso, desde entonces, todas las apariciones me parecen menores. Incluso la de Silva. Incluso la de Villa. Ya ven, que herejía. No saben ustedes la sensación de orfandad, de abandono cuando veías que ya no era el mismo. Que suerte tuvo Quique Flores, como valencianista, de poderlo entrenar. Que la magia y el miedo del rival se diluían como un lento fundido en negro. Pero es que el Caí nos levantaba con pasión. Hacía bueno a los demás. Jugaba y hacía jugar. Por eso, hoy por hoy, me deja tibio Guedes o cualquier otro. No por ausencia de talento, que no es el caso. Por comparativa con los que antes vi. Necesito, como aficionado, sentir la piel erizada en partido europeo, donde se miden los jugadores de verdad. No creo que sea fácil. Pablo, Don Pablo, llevaba la remera de River con dieciséis añitos sin inmutarse. Y jugaba para divertirse y divertir.
Esta semana, con treinta y ocho años, volvió a casa a jugar para su gente de Río Cuarto su último partido oficial. Y antes, hizo una arenga a los muchachos de Estudiantes que, por obra y gracia de la tecnología, se nos ha compartido. Corta y al pie. Como juega él. Pero llena de sentimiento. Como juega él. Explicando lo que de verdad importa. El chaval que tenga suerte de caer en sus manos tendrá un máster de como se ha de vivir esta profesión. De como sentirla. Como él tuvo con Bielsa. Y nosotros, tendremos la suerte de poder decir a quien nos quiera escuchar aquello de "Yo vi a Aimar hacer...".
Pablo, que bueno que viniste, pibe.