Volver
con la frente marchita
las nieves del tiempo
platearon mi sien.
Sentir
que es un soplo la vida
que veinte años no es nada
que febril la mirada
errante en las sombras
te busca y te nombra.
Vivir
con el alma aferrada
a un dulce recuerdo
que lloro otra vez.
Hace 20 años y un mes, aproximadamente, Sevilla y el estadio La Cartuja esperaba a un Valencia CF embalado después de romper por el camino hasta la final de Copa a los dos grandes de España. Sin dudas, además. Marcando goles realmente increíbles inmortalizados en canciones. Éramos más jóvenes de lo que lo somos ahora. Los móviles asomaban la patita por nuestras vidas sin ser todavía ese apéndice para todo que es ahora, con llamadas o SMS que valían una pasta. Whatsapp todavía estaba en un garaje y redes sociales era un concepto por inventar. Comparábamos La Giralda o la Torre del Oro con El Micalet, citándonos a los pies de cualquiera de los dos monumentos para probar la gastronomía local y una Cruzcampo, como debe ser por aquellas tierras.
La Estación del Norte era Mestalla con trenes. Colorido, cánticos, saludos y despedidas en los andenes de tren, con las mochilas llenas de todo más varios capazos de ilusión. Íbamos a una isla en Sevilla. Algún avispado había mirado donde era esa isla en mitad de Sevilla. "Donde la Expo 92", era el comentario más común, con más o menos acierto en cuestiones de historia y geografía. Pero daba igual. Tan solo había que seguir el mapa con las indicaciones que te daban cuando retirabas tu pack de finalista. Entrada, información, camiseta y bufanda. Puede que hubiese alguna bandera. Quizá todavía ande por casa. Sevilla era como aquel cementerio para Brad Pitt en 'Entrevista con el vampiro' tras convertirse en un no-muerto. Todo nuevo. Todo sensaciones estrenadas. Incluso nos juntamos con los del Atleti, hasta que cantaron aquello del hijo de Mijatovic.
Templar los nervios entre bares y fan zones, donde andaba por allí otro joven, Pepe Lobo, que quizá nos sirvió algo sin habernos conocido. Y en mitad de la casi nada, el campo. Casi sin acabar. O sin el casi. Lo que pasó en el verde, ya saben. 0-2 al descanso, el Probe Miguel y todo lo demás. Mendieta y Camarasa levantando la copa. Servidor llamó a casa con el móvil de Vicente el Peluquero para hablar con papá. Y llorar porque habíamos ganado. Servidor, no papá. Seamos serios. Y la vuelta, alegría. La primera vuelta con algún motivo para celebrar, después de la del agua en empate y no viajar para los diez minutos. Y en casa, la fiesta del barrio, Sant Pere. Mal dormidos en el tren, llegar a casa, ver el partido grabado, ducha y al barrio a seguir con la alegría. Fuimos felices aquel junio del 99.
Entre hoy y mañana muchos harán lo mismo. O parecido. Las mismas caras con canas, kilos de más y descendencia. Aquella final se revive con el hijo o la hija. Jose y Cristina estarán, pero siendo Jose y Ximo, padre e hijo, mientras ella cumple con el deber como ciudadana en elecciones. Espero que les advierta de no perder ninguna mochila en el taxi, aunque luego por emisora logró recuperarla. Pero se alegrará cuando el peque de uno setenta y largos le cuente lo que hizo Guedes y lo bonita que es esa ciudad, en la que lugareños se ponen a la sombra para indicarte lugares, con toda la razón del mundo. O Lucía, que irá con una persona que hace veinte años era un perfecto desconocido y ahora es su marido, que se llevará nuestras gargantas en su corazón. U orgullosos padres de familia, que pensarán en sus herederos para que los apretones del corazón sean menos. Incluso Paco Gisbert, que va a finales de veinte en veinte años, nuestro Casale sin morir, espero. Y Lahuerta, que estará estando o sin estar, pariendo sensaciones para centenares de cuentos del Centenario. Cerrando círculos. Germinando más valencianismo para siempre.
Porque como dice mi apreciado Miguel Miró, que también volverá con sus hijos, «De eso se trata. Vivir con ellos una experiencia valencianista. Llorar en la victoria como en el 99, o en la derrota como en el 95. Pero que tengan claro que no somos del Valencia para ganar títulos. Eso es demasiado fácil...».
Pues eso, no es fácil. Por eso se disfruta más. Veinte años no es nada para volver a cantar el Probe Miguel. O reguetón, si hace falta.
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