5.43 pm. Seguía con el estúpido juego de la pelotita. Sentado en el suelo, la lanzaba contra la pared con la derecha y la recogía con la izquierda. Lo hacía siempre. Desde pequeño. Cuando necesitaba pensar. Y ahora lo necesitaba, y mucho. No podía demorar más entregar el trabajo. Había sido el mejor. Respetado. Querido y odiado a partes iguales. Da igual que hablen bien o mal de uno, lo importante es que hablen, recuerda que filosofaba su editor, mientras le ponía un billete en el escote a una chica en una barra americana. Habían convertido aquel lugar en su pequeño descompresor de tensiones. Pero no como hacían los clientes habituales. Tenía fieles lectoras en muchas de las chicas que allí trabajaban. Ellas se veían identificadas en sus textos. Gente viviendo al límite, con ninguna otra salida que ser bailarina. O algo peor. Ganadoras que, por las circunstancias, se convirtieron en perdedoras. Con sueños, con aspiraciones, con deseos. Pero muchas veces no pasaban de eso. Entraban en la espiral y ya no salían. Se olvidaban de sus inicios, de su inocencia. De que la primera vez no pararon de llorar. Eran buenas chicas. Y por ser buenas chicas, ellos las ayudaban siempre que podían. Nunca les pusieron una mano encima. A ninguna. Y no por falta de ofrecimientos. Pero eran sus niñas. Y sus lectoras. Pero ahora se sentía tentado de tener un poco de calor humano. Eran las 5.50 pm, seguía con la pelota, la pared y ninguna idea. Y estaba solo. Ella se había ido. Convención de profesionales del derecho. Toda una semana en Barcelona. Le habría pedido que se quedara. Tendría que haber compartido con ella sus miedos. La página en blanco. No le pasaba desde que era un chaval y entró como becario en prácticas en una agencia de publicidad. Ella era del gabinete jurídico. Dos años mayor que él. Con ganas de comerse el mundo. Y se lo comieron. A bocados. Algunos amargos. Como aquel juicio acusados de apología del suicidio en la campaña de aquella marca de ropa. Éxito mediático, pero con indemnización millonaria por parte de su firma. Le obligaron a tomarse unas vacaciones. Indefinidas, pero nunca inferiores a tres meses. Tú decides el tiempo, le dijo el director general, un visionario del mundo de la publicidad, que creó escuela y confió en él cuando era un chaval. Y seguía confiando, pero sabía que tenía que ver las cosas desde otra perspectiva. Dar tres pasos atrás para ampliar el angular. Los tres meses se convirtieron en un año. Escribía y escribía. Y bebía. Vino después de las doce. Escocés, y algunas veces vodka, por la tarde. Y lo consiguió otra vez. No volvió a la agencia. Promoción del libro, entrevistas en los medios. Se convirtió en un producto de los que antes él se encargaba de vender. Narrativa cortante. Directa al hígado. Rock en estado puro. Eso decían de su libro. Ahora pensaba en que igual no fue una buena idea. Eran las 6.05 pm y seguía con la pelota y la pared. Y ella en Barcelona. En la ciudad de Luz de Gas. Donde te ponen una copa a cualquier hora de cualquier día. Y la cama fría. Desecha. Cambió la pelota por una comba y se puso a saltar. Siempre que estaba atascado, el ejercicio le venía bien. Había veces que la colaboración mensual que hacía para una revista de tendencias le generaba muchos problemas para salir. Era una manera de ganar tiempo y dinero mientras peleaba el siguiente libro. Muchos borradores tirados a la papelera. Muchos personajes que no daban para más de dos páginas y que solo le servían para tener cubierta su literatura mensual. Estaba jodido y atascado. La necesitaba a ella. No para follar. Si le hiciera falta follar, con ir a la barra y decírselo a Kelly, o a Sandra, asunto resuelto. Pero quería otra cosa. Sentimientos a flor de piel. Estar al límite. Caricias de verdad. Besar su ombligo perforado. Susurrarle canciones al oído. Excitarse con el olor de su pelo. Explorar todos y cada uno de los poros de su cuello. Crear una ruta con sus labios por sus senos, su cintura y su cadera hasta llegar a la cara interna de sus muslos y morderlos suavemente. Que ella le arañe la espalda y gima. Que le suplique no parar. Que a él no se le pase por la cabeza hacerlo. Besarse como si fuera el beso del fin del mundo. Explorar su sexo con delicadeza, como se trata a una obra de arte incunable. Hacer el amor cara a cara, con besos, caricias. Respirar. Agitados. Pulsaciones. Latidos. Gritos. Risas. Soplar. Besar. Querer. Amar. Eso necesitaba. Y se encontraba solo, con una pelota, un reloj que marcaba las 6.20 pm y un polvo que no sabía si lo viviría alguna vez. Se levantó del suelo, encendió el ultimo cigarrillo que le quedaba y comenzó a escribir: “Cinco y cuarenta y tres de la tarde. Seguía con el estúpido juego de la pelotita…”
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