viernes, 31 de enero de 2014

Alicia Álvarez. El título, como siempre, al final (IV).

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(foto: Bus stop in the rain, por Salustiano)

(Instrucciones de uso: escucha esto mientras lees esta entrada.) 

Sus pasos resonaban en el pasillo que llevaba a la sala de audiciones del Conservatorio. Caminaba con desgana, era jurado -otra vez- de un concurso de pianistas noveles, no había podido negarse, su representante había insistido tanto… La verdad es que le producía una sensación incómoda volver a aquel lugar, a pesar de que allí había comenzado su personaje a forjarse, a pesar de que allí estaban los viejos profesores que le habían dado alas. Era como si quisiese borrar todo lo que le recordase que su éxito no era solo suyo, suyo, de su genio, de su constancia, de su ambición. No solía confesar que había vivido allí -dicen que el chico tiene talento- hasta que empezó a obtener becas, en la casa de la que recordaba las paredes llenas de desconchones, el olor a guiso barato, la lucha con las teclas del primer piano que le pudieron conseguir... Era un modelo anticuado con el que peleó hasta que él aprendió a tocar y el piano a sonar, uno junto a otro, haciendo música. Música que hacía parar a la gente que pasaba hacia el trabajo, que hacía que los niños dejasen de jugar, que las vecinas olvidasen apagar el fuego de sus cocinas. El viejo piano le acompañó a los exámenes y audiciones, no se arriesgaba a tocar con otro salvo aquel al que conocía y que le reconocía. Entre sus padres y hermanos cargaban con él con sumo cuidado para que no se desmontase… Se había avergonzaba de ello, de todo ello, ¡tantas veces!… De la mediocridad… Un día, aquello se había terminado. Como siempre habían sabido en su interior sus profesores y compañeros, él era un genio, uno de entre un millón. Dejó la ciudad. Dejó su familia. Dejó el conservatorio. Dejó su viejo piano. Dejó la miseria. Nunca volvió la cabeza para mirar atrás. Suspiró y entró a la sala. Se hacía viejo... Sus compañeros de jurado se pusieron de pie respetuosamente, casi servilmente. Los aspirantes fueron desfilando por el escenario, nerviosos, atrevidos, bloqueados, interpretando su mejor repertorio, a pesar de ello, no podía evitarlo. Se aburría. Entonces salió, como una libélula que llenase con su menudez el escenario, un ridículo vestidito negro, tan seria, tan concentrada. Tras ella, tres hombres cargaban con un piano que depositaron con todo el cuidado del mundo sobre el escenario. Se le erizó la piel. La muchacha se sentó ante el teclado, miró con amor infinito las teclas amarillentas, los pedales ya sin dorado... Le miró a él, directamente, a los ojos, desafiante… Y comenzó a tocar. Una marea de calor pareció emanar del piano y la chica en oleadas hacia el auditorio, nadie respiraba, nadie pensaba, muchos cerraban los ojos, las más ocultas fantasías de cada uno afloraban a los corazones a las mentes. La música podía verse flotar lo llenaba todo, lo anestesiaba todo. Cuando terminó y quedó inmóvil, como vacía, ante el piano, el silencio podía escucharse. Unos segundos mágicos hasta que un rugido de admiración y agradecimento surgió del auditorio. No hacía falta esperar al veredicto. Las fotos, la atención, las preguntas, todo era para ella. Temblando y con la desconocida sensación de haber sido olvidado por su séquito, él se levantó, subió al escenario, se arrodilló bajo el piano. Allí, tallado rudamente con una navaja, estaba su nombre.

Dulce Vanganza.

1 comentario:

  1. Parece como si hubieses creado el relato según ibas escuchando las notas de la canción!
    Una pequeña Obra de Arte señorita!

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