Foto: Facebook Vanessa Supertramp
No sé si se ha escrito sobre sobrevivir a los bares que ha frecuentado uno. Si no, debería hacerlo alguien. No hay nada más triste, en lo que a barras se refiere, que ver como muta tu bar nocturno preferido en cualquier otra cosa de la hostelería, como un local de comida étnica. O peor, una tienda de regalos flufluflú para hacer el vaina en cualquier cumpleaños preadolescente. Confieso que no tenía ganas de escribir esto. Como aquel que pone los libros a mitad de lectura en el congelador para no seguir con la historia porque vislumbra un mal final. Como Joey de Friends, con Mujercitas, por ejemplo. Y he buscado mil argumentos para no hacerlo. Desde una impostada agenda que no permitía terminar el texto, hasta cualquier plan abrazado de dudoso divertimento. Pero el día ha llegado.
Ahora que la primavera se va transformando en verano y las barras se abren lentamente como tulipanes al sol, el Kraken permanecerá cerrado. Ya no habrá más visitas en solitario, sabiendo que a alguien te vas a encontrar más o menos conocido. Ya no habrá brindis con extraños, por aquello del calor del licor y esa camaradería etílica. Ya no habrá bodas valentinescas, ni programas de radio del todo mal. Ya no habrán confesiones a la hora del cierre ni debates sobre diseños de carteles. Ya no habrán besos furtivos, quien los haya tenido y no confesado. Ya no habrá peticiones, ni descubrimientos musicales, de esos que te vuelan la cabeza. Ya no tendremos ese caminar del punto A al punto B, de Wah-Wah a Kraken después de cualquier concierto de los que nos gustan. Los puntos A y B ya no existen como tal. Ese ritual electrizante de carajillo antes de entrar al concierto, de gozarla bien y de comentar las jugadas y vivir sin mirar el reloj en casa de Pol. Que era nuestra casa. Que era el lugar donde se gestaron ideas, locuras y benditas movidas. Donde nació la Kraken Roll Band. Donde Rockonut hizo una fiesta que no se me olvidará jamás, aunque me acuerde de poco. Donde encontrabas calor cuando afuera hacía frío.
Siempre quise contar y llevar a mi gente allí. Incluso algunos pensaban que era raro ir allá solo. No hacía falta nada más. Solo entrar y ver la alegría del jefe y su abrazo sincero ya valía la pena. Y aquellas escaleras, donde estaban los baños. Subiéndolas como un campeón. Bajándolas como podías, claro. Ya saben, los excesos. Una noche cualquiera aprendí tan solo de escuchar a Igor Paskual, Ovidi Tormo y el propio Pol. Recuerdo que alguien hizo una foto. Quien sabe por donde estará. A veces la retina es el mejor de los recuerdos. Y la memoria selectiva, también. Y conversar en la sala de conversaciones, que en una casa es la cocina y en un bar la puerta del baño. De todo y de nada.
Se nos acaban las referencias. Malos tiempos para los profesionales de detrás de la barra. Ya saben, esos que saben lo que tomas, sin limón, con su medida justa y que te permiten tener cuenta porque sabes que, como ellos, eres un hombre de palabra y las deudas que se tienen son para pagarlas. Esta página abrió las puertas del Kraken a un servidor. Y en esta página había que dejar para siempre, hasta que esto reviente por los cuatro costados, un epílogo que quede para siempre.
A todas vosotras, las Krakenettes, fieles escuderas del jefe, gracias por las risas, los brindis y el compadreo.
A todos vosotros, los Krakenrollers, gracias por el abrigo, las conversaciones y los chupitos a cuenta.
Al jefe Pol, gracias por hacernos felices a golpe de taconazo de rocanrol. Fue una maravilla vivirlo.
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