Foto: www.valenciacf.com
Hemos asistido esta semana a un fenómeno extraordinario. El favor arbitral de algo tan lejano como el partido de la semana pasada nos ha permitido un trasvase de altas y bajas por parte de los repartidores de sentiment y reprimendas por encima del hombro de la flora y fauna de Valenciastán. Próceres, lo más fino que he leído en estos días. Monóculo en ojo, supongo, mientras declaman aquello de 'Espejito, espejito...'. Esta semana me ha recordado casi a una experiencia religiosa, que cantaba el hijo de Julio, que no Hulio. He visualizado a los parroquianos de las redes sociales en sus casas, con su batín a la altura de la cintura y descalzos, flagelando su propia espalda por ganar un partido sin, según la corriente populista, apenas merecerlo.
Porque sí, querido lector. En esta ley no escrita, en el momento que una equivocada decisión arbitral de gran calado sucede, se abre un partido paralelo. Y no cuenta ni el antes ni, evidentemente, el hipotético después. El empujón de Gabriel a Gayá abre una dimensión que convierte el 1-2 en un resultado inamovible, donde no pueden suceder cosas como faltas discutidas, expulsiones o, llámenme loco, más goles.
Y siento decirlo, pero así es como actúan los que ustedes ya saben. Esos argumentos que si el Levante no había llegado con peligro al área de Neto son los mismos que crean y manipulan los ronceros, pedreroles, juanmas y manolos varios. Servidor, en Café Mestalla argumentaba esto mismo. Los méritos no eran muy grandes en ese momento. Y con posterioridad, tampoco. Pero son sus armas. Apostar al recogimiento defensivo y a la efectividad máxima si hay oportunidad. Como cuando el Valencia compite contra equipos más grandes que él. Es lo lógico. Lo ilógico es ser Paco Jémez. Pero tranquilos, que no cunda el pánico que, como casi siempre, el embajador en el exilio, Don Mario Alberto Kempes, nos puso a todos en nuestro sitio, llamando a las cosas por su nombre. No pasa absolutamente nada por reconocer el error arbitral. No pasa nada por darle una palmadita a la espalda a ese levantinista de bien al que usted conoce y aprecia, haberlos haylos como mi amigo David Ribes, y sentirlo. Tienen coartada. Los árbitros de este país son malos. Mucho. Lo son tanto que esa normativa en la que se indica que, ante la duda no se ha de pitar, esa duda baja de nivel si el perjudicado es uno de los dos grandes. ¿Por qué? Fácil, están amparados por la patronal, por su presidente con sueldo y cláusula de futbolista y por las medidas disciplinarias que pueden sufrir, sin contar el escarnio mediático de los voceros y voceras de bufanda y corbata. Y ese rasero va bajando según enfrentamientos. Lo del pez grandote que se come al grande y el grande que se come al chico. Que, dicho sea de paso, la mayoría de Valenciastán se comportó como eso, mamporreros de la voz y descalificadores ante las palabras del mayor diez, y once, de la historia del valencianismo, junto con Fernando Gómez. La ignorancia, que es atrevida y retrata al que no tiene trellat.
Y por si esto fuera poco, nos faltaba la demostración a todo el mundo, entiéndase mundo al ombligo mediático del Floper Team, de las lagunas de Emery como entrenador. Que ya ves tú que derroche de talento, que ya ves tú que cambio más raro, que ya ves tú quejándose del árbitro con los millones que tiene. Todas aquellas cosas que no entendían los que solo pisan nuestra tierra para comer paella de gañote o hacer el gamberro por Cullera, Gandia o Benidorm. Por Sevilla andan algunos igual que nosotros, llenos de razón, a pesar que ellos tuvieron más suerte al bailar y beber tres Europa League.
No crean que no ha sido divertida la cosa para no tener partido. A veces, casi cunde más que cuando rueda el balón. Que por cierto, a ver si rueda ya en tierra santa y nos quitamos este polvo de tontería que se nos ha quedado. O igual es caspa.
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