miércoles, 17 de agosto de 2016

Comer, reír y llorar en la mesa.

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La mesa.

Cuatro patas y un tablón en su forma más primitiva. Protagonista de veladas agradables y otras que no lo son tanto. Parte primordial de anuncios que hablan de ella casi sin hacerlo. Y en el cine. Una mesa sale en El Padrino, por ejemplo. La mesa traspasando la categoría de mueble para convertirse en ritual de camaradería. Un lugar donde se para el tiempo. Un espacio donde, a veces, importa más el con quien que el qué. Un sitio en el que he sido feliz muchas veces.

El sábado, sin ir más lejos.

Con unos locos totalmente cuerdos. O quizá no. Pero son (somos) nuestros locos. A esas horas donde la mayoría estaban pensando en cafés, la correa del perro o en como regatear la resaca del festival del verano de turno -el Medusa, por ejemplo-, llegaban en goteo constante los comensales, previa invitación. De diferentes lugares, donde el frenesí vital ha dejado paso al ocio relajado. Dando una patada al reloj, como un recio defensa alemán despejando la pelota.

Sin filtros de Instagram ni poses. Y con la única delicatessen gastro de los tomates de El Perelló, una verdadera maravilla. Lo demás, colesterol de embutidos y fritos, regado con vinos peleones, gaseosas burbujeantes y cebeda preparada. No hace falta más. Pellizcando el pan. Rebosando los vasos. Manchando el mantel. Sin cuerpos esculturales de gimnasio rodeando la mesa, pero curtidos en la vida, regateando bofetadas vitales y físicas, pero brindando para que las esposas no se queden viudas. Cumpliendo con los mandamientos del esmorzaret, pero sin diminutivo. Con su carajillo. Con su humo de nicotina y de hoja. Con su copa. Y porqué no, con su palillo.

Con chascarrillos. Con tintineo de copas. Con chapuzones regados con copas. De gintonic. Sin cabriolas cocteleras. Y volviendo a brindar. Una. Dos. Cien veces.

La mesa.

Porque no todo está dentro de las Estrellas Michelín para ser feliz. Y porque son compatibles.

¿Verdad?

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