viernes, 28 de noviembre de 2014

El aroma de las librerías.

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A papel trabajado. A olor a recién trabajada tinta impresa. Ese aroma tan efímero que desearías que se quedara para siempre entre tus dedos. Como cuando quieres que tus hijos siempre desprendan ese perfume a infancia e inocencia mientras son bebés y deseas que no crezcan nunca.

Esa es. Muy a pesar de la cursilada de arriba, es la sensación al entrar en una librería. Huele a Los Cinco, a Salgari o a Jack London. Pero también a Mortadelo, al 13 Rue del Percebe o a Corto Maltese. Como Anton Ego al probar su plato de la infancia.

Y eso es lo que hay que hacer. Oler las librerías. Dejarse embaucar por el aroma de las letras, que entran sin sangre, solo con un poco de tranquilidad de cualquier tarde de invierno sietemesino. Porque el olor tiene memoria. Y es capaz de envolverte para siempre, buscando cualquier excusa para ello.

Como ayer, que lo volví a oler en Slaughterhouse. Mientras la esperaba a ella, la pelirroja protagonista de mis páginas, pasaba las hojas de un poemario de Panero (¿o era un fanzine del Cabanyal?) con el mismo dedo con el que acaricio su espalda.

Y volvió a suceder. Puede ser allí, con una tabla de ibéricos y un buen vino, o en cualquier otro lugar con alma pareja. Como Dadá, mientras tomas café en su terraza, dando caña a tu versión más hipster, sin serlo.

Parafraseando a Quino en la voz de Guille: «¿No sería hermoso el mundo si las librerías fueran más importantes que los bancos?»

Pues eso.

Larga vida y felicidades.

PD: Gracias a Jesús Terrés. Su texto en Traveler me ha permitido, sin él pretenderlo, ponerme a rueda, haciendo un símil ciclista, y teclear esto.

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