En este rincón, entre otras cosas, amamos el papel. La letra impresa, más bien. Aprender a leer con los tebeos de Ibañez, Escobar y demás artistas de las historietas de voces dibujadas con bocadillos. Crecer con los sonidos de la prensa caer en el viejo sofá de casa a modo de despertador, observar, de niño, como mis abuelas revisaban con paciencia las listas de papel de la lotería de Navidad, mientras voces nasales se intentaban escapar del pequeño transistor que las acompañaban en las tardes de mesa camilla. El papel, siempre el papel.
Y somos parroquianos de 'Las Provincias'. Por herencia, costumbre y placer. En esta tierra, o eres de uno o de otro, en lo que a prensa local se refiere. Antes existía la tercera vía, con la añorada 'Hoja del Lunes', que empezó a morir cuando el pacto entre caballeros de no editar prensa los lunes por parte de Levante y LP, acabó por fagocitar la cabecera semanal, no sin antes pelear con uñas y dientes, mutando a 'Hoja de Valencia', pero murió, con honor, siendo ahora un recuerdo nostálgico.
Después de este flashback de letras y prensa, volvamos al presente. A eso de que amamos el papel y a 'Las Provincias'. Porque en este medio, hace un porrón de años, asomó su careto un joven con aire rockero, con cara de perfecto secundario de película del Oeste, o de amigo del prota. Un tío listo, leído y viajado, que aparecía por sus páginas con columnas de carácter costumbrista, con un toque canalla a veces, y que creó una fiel colla de seguidores en mi casa y en otros lugares, visto el éxito. El tipo se llamaba, y lo sigue haciendo, Ramón Palomar y, como lo definí una vez al presentarlo en un evento, es un verdadero renacentista moderno. Televisión, radio, prensa escrita, todos estos palos ha tocado el bueno del 'Palo', aparte de dietarios, recopilación de sus columnas y juntamientos de palabras en libros, con presentaciones divertidas y que hemos leído con avidez cuando han pasado por nuestras manos. Y ahora ha hecho una novela.
Una novelaza, el muy cabrón.
Un contundente libro que habla de drogas, mujeres, puticlubes y balas, muchas balas, de pistola y vitales. Una novela que huele a exceso, a after, a bajos fondos, a cañerías de nuestra ciudad, que están aquí, con nosotros, aunque a veces no queramos mirar, como cuando giramos la cara al ver a un indigente. Con guiños a sus fuentes, referencias fáciles para el lector ligeramente avispado y un placer complementario al de la lectura. Una historia que habla de personas, respeto, supervivencia y amor. Sí, amor. No se extrañen ahora, el amor mueve el mundo, queridos. Ramón consigue atrapar al lector, meterse en la historia y buscar, entre sus páginas, al personaje favorito dentro de la trama, el que va a salir airoso, el ganador. Porque todos queremos ser ganadores. A casi nadie le gustan los perdedores. Ni tan siquiera Nicolas Cage en 'Leaving Las Vegas'. Bueno, igual ese si.
Palomar ha tejido una novela negra con banda sonora de rock, con un hilo narrativo electrizante y una construcción pormenorizada de los personajes, con sus antecedentes biográficos narrados con una patada atrás al tiempo que ayudan, o intentan hacerlo, a comprender los actos por los que transcurre la historia. Porque los actos que nos llevan a los caminos de Mauro, Frigorías o el Nene, no es que sean de rosas y vino francés, precisamente.
Tiene pintaca de peli la novela. Leanla e imaginen actores para interpretar a sus personajes, como hice yo. Y comenten, hablen con sus amigos acerca de ella. Es de kilates la obra de Ramón. De sesenta para arriba. 'Cultureta de derechas', dicen quienes hablan de él con el verde de la envidia. Algo tendrá el agua cuando la bendicen la radio, la tele y la prensa, ¿no? Y el movimiento se demuestra andando.
Sesenta kilos. Ramón Palomar. Salud y rock.
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