sábado, 12 de enero de 2013

Rock en la mesa

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Antes que nada, una aclaración.
Porque sí. Y sin pedirla nadie.
Aquí se habla, y escribe, de noches eternas, de excursiones interminables con la música como excusa y de mujeres.
De unas pocas.
De bastantes.
Bueno, de muchas. De las necesarias, sin importar la cantidad.

Pero este es un espacio donde reina el desorden. De ahí el nombre, ideado en uno de esos momentos de lucidez por parte del entorno del menda. Llegará un momento en que el sucio juego, las drogas y el rock pasarán a un segundo plano y el verdadero heavy metal no aparezca a caballo de melenudos virtuosos o tías buenas de tacón "chúpame-la-punta" y 'ponme una Bud y un tirito'. La transgresión y la rebeldía no es colarse en el metro durante toda la vida. Jugar a engañar el paso del tiempo solo vale si eres Dorian Gray o un corazón con freno y marcha atrás

Y no vale poner de ejemplo a los Stones. Ellos son otra liga. Y pueden hacer lo que les rote.

Teatros de minutos, un saxo y una trompeta, beber de Bushmills para arriba, el café de las cuatro, el gintonic de las seis o una espalda desnuda de mujer al trasluz son rock. Porque el rock es aquello que te mantiene vivo, Y si todo esto no lo hace, estás más muerto que George Best, que de vivir sabía un rato.

Dicho esto, hagamos rock.

Esta perra vida, con cartas marcadas y tahúres zurdos, hay veces que te da un respiro. Se dan una serie de factores que permiten la reconciliación, con el mundo, con tu amante o con el vecino cabrón que no lo parece tanto y con el que no te conviene cabrearte por si te da un susto la patata. Y eso viene cuando menos te lo esperas. Como la bala que te lleva al huerto en territorio comanche. Se activa un resorte, un impulso que va a cambiar por completo la hoja de ruta vital desde ese mismo momento. Puede ser coger la carretera equivocada, un nuevo corte de pelo o hacer parada y fonda.

Y esta parada y fonda me ha cambiado la vida.

Mucho rondábamos el palomar sin hacer nada al respecto, pero una coartada perfecta fue más que suficiente para poner los pies en lo que, en tiempos de Tonet y Neleta, fue una vieja granja en medio de los arrozales del parque natural de l'Albufera de Valencia. Sin avisar nada más que lo justo. Y en el día de Reyes. "Hueco para ti donde sea, querido", me dijeron. 

Y ese 'donde sea' fue seductor. Imposible negarse. Pecado sería hacerlo. 

Un abrazo sincero con Helena, la jefa de sala y funambulista de la restauración de éxito. La carta, una lectura de entretenimiento, porque ese día íbamos a comer lo que la señora gustase de traernos. Faltaría más andar con milongas. Tres entrantes justos, con magia para el carpaccio de sepia bruta, nos prepararon para un arroz del senyoret con un A2 Verdil, de la bodega Antonio Arraez. Sencillo.
No hace falta la estridencia en la mesa. El buen yantar, como dirían los clásicos literarios, se basa, como en todas las cosas de la vida, en hacerlo bien, ponerle corazón y la pizca justa de sal. Y ahí está la grandeza. En comer el puchero de tu madre, aún siendo huérfano. En no pensar en las manecillas del reloj y dejar temblando la botella. Y si, con todo eso, unes un entorno natural y protegido, la sobremesa es una delicia.
Bajamos el estupendo arroz, cocinado por don Rubén, jefe de cocina, con un paseo por la granja, moscatel de Setúbal en mano, para disfrutar de las vistas y de las historias que han vivido estas paredes, pasadas y futuras, de las dificultades que conlleva estar dentro de un parque natural y el exceso de celo de funcionarios de comida rápida y gris existencia.
Tuvimos la suerte de poder entrar en el obrador de las paellas, aún con el olor caliente del trabajo bien hecho, jugamos con los chuchos en los jardines mientras disertábamos y aprendíamos de Rubén y Helena acerca de los pequeños secretos, sin importancia pero importantes, de los fogones y, cuando el Sol nos abandonaba de su compañía, fue en ese momento en el que hicimos el brindis más importante del día, para que ni la mezquindad ni el hijoputismo pueden superar estos momentos.
Y no con un adiós, sino con un hasta luego, se fraguó el pacto de volver, cuando las flores jueguen a nuestro favor y el Sol y la Luna se alarguen de manera que nuestros relojes se queden en la nevera. O quizá antes, porque en este lugar, cada momento tiene aura de especial.

Ah, este lugar se llama La Matandeta. Y por si no lo has notado, me ha dejado enamorado.

2 comentarios:

  1. Me has hecho llorar... Te quiero mil amore!!
    Mil besos, hache...

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  2. Anónimo19:45

    Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

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