viernes, 26 de enero de 2018

El Payito Aimar.

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Hubo una época en la que las crisis existenciales y mis problemas con las mujeres no ocupaban casi nada en mi vida. Y eso me permitía bucear en la nocturnidad de las ligas sudamericanas buscando, como Galeano, una linda jugadita por el amor de Dios. Y en esas me lo encontré. Cuando Boca y River eran alternativa seria a cualquier campeón europeo, apareció Pablo. Con camisa grande. Con cuerpo menudo. Con talento descomunal. En esa estúpida cuestión que nos obliga a ser aficionados de cualquier equipo de cualquier país, por Maradona, como no, rendía militancia a la mitad más uno boquense. Vale, no es una obligación. Pero funciona como un enamoramiento de verano. Descubres una racha o un jugador y ya miras para siempre con otros ojos a ese equipo. No te dejan sin cenar sus derrotas. No te lanzan a la fuente sus victorias. Pero te hacen feliz a ratitos, con bondades, sin penas. Así estaba, y estoy, con Boca Juniors. Al otro lado, en los Millonarios de River, Francescoli y los demás. Hasta que aparecieron ellos. Los pibes. Saviola y Aimar. Aquella cantera sacaba jugadores talentosos como churros y estos dos parecía que jugaban en el patio de la escuela. Con burla, diversión y relativizando cada regate o cada gol, desnudándolos de importancia aunque la grada los gritase hasta la afonía. La aparición de estos pibes no era tan acogedora como puede serlo ahora. Europa vivía la época del músculo. Quizá estaba de moda el doble pivote o esa horrenda palabra denominada trivote que no era más que poner a tres rascadores dedicados a la demolición creativa. Y siendo fútbol profesional, no era tan profesional como lo es ahora. Y los pequeñitos éramos arrinconados a las bandas, como wines o usados como revulsivos, como si de un Mina cualquiera se tratase.

La llegada de Pablo a Valencia, recuerdo que aquello era una guerra civil de los pasionales Molina y Ortí contra el poder económico encabezado por Llorente, despertó la ilusión como si de un fichaje turco se tratase, con multitudes en el aeropuerto y todo aquello que la pasión provoca. Palermo acababa de llegar a Villarreal, junto con el Melli Gustavo y aquel debut en Champions contra el Manchester United, con el 22 a la espalda de esa camiseta, otra vez, grande, fue la mejor explosión que vivió el valencianismo. Un fantasista, un jugador que aprovechaba su menudo cuerpo al cien por cien. La clarividencia futbolística. Fue tal el flechazo que pronto llegaron los cánticos. Un poco cutres, sí. Pero nunca fuimos tan buenos como los argentinos en eso de alentar en verso. Jugador de perfil bajo. Que no marcaba goles, decían. Que no defendía. Que no era determinante. Que no tenía personalidad, ni madera de líder. Todos mienten. Echen un vistazo a la ristra de títulos que dejó tras su paso por Valencia, buceen por Internet para ver como bailaba con el 22, con el 35 y con el 21 que, desde entonces, está asociado a la magia casi más que el propio 10. Cuando cogía la pelota Aimar, el campo esperaba que pasaran cosas. Y tú, desde tu casa, o desde el sector 3 y 4 de las Sillas Gol Sur, le gritabas "¡Haz cosas, haz cosas!" vestido de Cúper o Benítez. Luego la salud y la edad se encargaron de languidecer su estela pero Zaragoza, Benfica y River gozaron, en mayor o menor medida, de lo que hacía con las botas y la pelota. Incluso consta una excentricidad yendo a jugar a Malasia. Digamos que la pasión del fútbol mueve montañas y ya está. No merece más. Si a Kempes le perdonamos sus tumbos finales, a Aimar también.

Por eso, desde entonces, todas las apariciones me parecen menores. Incluso la de Silva. Incluso la de Villa. Ya ven, que herejía. No saben ustedes la sensación de orfandad, de abandono cuando veías que ya no era el mismo. Que suerte tuvo Quique Flores, como valencianista, de poderlo entrenar. Que la magia y el miedo del rival se diluían como un lento fundido en negro. Pero es que el Caí nos levantaba con pasión. Hacía bueno a los demás. Jugaba y hacía jugar. Por eso, hoy por hoy, me deja tibio Guedes o cualquier otro. No por ausencia de talento, que no es el caso. Por comparativa con los que antes vi. Necesito, como aficionado, sentir la piel erizada en partido europeo, donde se miden los jugadores de verdad. No creo que sea fácil. Pablo, Don Pablo, llevaba la remera de River con dieciséis añitos sin inmutarse. Y jugaba para divertirse y divertir.

Esta semana, con treinta y ocho años, volvió a casa a jugar para su gente de Río Cuarto su último partido oficial. Y antes, hizo una arenga a los muchachos de Estudiantes que, por obra y gracia de la tecnología, se nos ha compartido. Corta y al pie. Como juega él. Pero llena de sentimiento. Como juega él. Explicando lo que de verdad importa. El chaval que tenga suerte de caer en sus manos tendrá un máster de como se ha de vivir esta profesión. De como sentirla. Como él tuvo con Bielsa. Y nosotros, tendremos la suerte de poder decir a quien nos quiera escuchar aquello de "Yo vi a Aimar hacer...".

Pablo, que bueno que viniste, pibe.

viernes, 19 de enero de 2018

Parejo.

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Así. Sin más. Para que titular de manera rimbombante. Para que buscar palabras para el SEO. No hace falta. Está claro que ante la más mínima bajada de juego por parte del Valencia, los ojos se dirigen a Parejo. El diez. El capitán. Nunca nadie con tanta sangre de horchata acumuló tantos galones. Ojo. Sangre de horchata según la vara de medir de la grada de Mestalla, que es más de una carrera tribunera a destiempo que de pensamiento rápido. De hecho, seguro que alguno de los respetables tilda a Otamendi de jugador histórico y uno di noi, cuando usted y yo sabemos que no es así. A Otamendi le pasa como al Ché, una foto y casi mito. De hecho, en su renovación por el City posaba con camiseta con leyenda The General. Y aquello salió de aquí. De aquella foto contra el Elche, si no recuerdo mal. Como su borrada histórica pidiendo a Nuno no jugar aquel partido de previa de Champions porque le daban mucha plata.

Siempre andamos con la misma. La testosterona aplicada como vara de medir del compromiso. Si las redes hubieran existido en los tiempos de Fernando y Arroyo, la afición del Valencia sería un cuadro de Goya. Duelo a garrotazos, para ser más exactos. Imaginen lo mismo con Tomás, aquel asturiano de fuerte disparo que, cuentan, jugaba con lentillas de las gordas. Pero hablábamos de Parejo. Fluctuante en la bolsa del amor valencianista a nivel de ruleta rusa. Ahora te quiero, ahora te odio. Mi recién estrenado colega cafetero, y antes admirado desde la distancia por mordaz y certero, LoboVCF es impertérrito a esta fluctuación. Quiere otro. Y ya.

La tarde-noche del miércoles, entre toses febriles y alguna flema, maldecía las pérdidas de Parejo en general y del Valencia en particular. Y más viendo que, tras las pérdidas, el pulpo Kondogbia no sacaba la escoba. Alarma. La maquinaría estaba atascada. Y las leyes no escritas del fútbol son taxativas. Si perdonan dos, la tercera será imperdonable. O eso, o ganas el partido. Y fue mitad y mitad. En la última indolencia del capitán, zurriagazo y Jaume recogiendo el balón de la red sur. En ese momento, el parejismo bajo mínimos. El sudor mental no concebido como tal. Y Soler en la grada, Maksimovic en el banco y solo el seguir creyendo en el Parejo de Valverde, en el de Nuno en su primera temporada o en este bueno de Marcelino nos valía para sacudirnos la pena que el Alavés nos metía el agua en casa y que la cosa podía acabar bien.

Quien pretenda que este tipo de jugadores, como fueron Solsona, Subirats, Fernando, Arroyo y algún otro, cambian su ritmo físico conforme el resultado van listos. Arda Turan, en el Atlético, era considerado poco menos que un genio. De hecho, existía una milonga llamada ardaturanismo. ¿Por qué? Pues quizá porqué ese equipo corría a cien y el andaba a veinte. Suena a perogrullada, pero cuentan los más viejos del lugar que Cruyff cambió el fútbol cuando llegó a un deporte donde se corría y se corría y él paró en seco, pasando los demás de largo. Ahora que el turco se sacó la jubilación fichando por el Barça y siguió andando. Y así le fue. Pero bueno, el peaje es ese. Los genios son locos incomprendidos o inconscientes sin fondo. Y si Marcelino y Uría le dan la manija al diez, es porque no hay más cera que la que arde. De momento.

Jodida profesión la de medio centro creativo desde que apareció Xavi y rompió el molde. Un tío que no perdió ni un balón hasta que la edad se asentó en sus rodillas y que convertía a todos en medianías. Menos a Pirlo. Pero cierto es que jugadores como Parejo, Borja Valero o los hermanos Alcántara necesitan alguien a su vera que, con rápidez, tapen la fuga de la pérdida de balones. Que habrá por estadística. Y que los equipos en los que juegan han de trabajar el repliegue o incluso el pressing al poseedor de pelota tras la pérdida.

Como la chica del anuncio de lejía, vengo del futuro. En Las Palmas no estará, por sanción. Y se le echará de menos. Siempre pasa. Los buenos son los que no están. O los que se han retirado. Memoria selectiva. Pues tocará atacar por fuera, quizá a la contra. Sí, a la contra. Ante uno de los de abajo. También es fútbol. Y Jémez muere con sus ideas. Y ha de ser gato, porque ha muerto unas cuantas ya por no medir. Veremos las alternativas. Quizá veamos a Kondo de manija y a Coquelin de rascador, que para eso ha venido. Siento mentar después de mucho tiempo al equipo del doblete, pero Benitez salía a jugar con Albelda y Sissoko y no pasaba nada. También se ganaban partidos. Solo que las opciones han de ser otras. Y ya llegará el tiempo de poder poner en rotación a otro ocho que apriete a Parejo. Soler quizá. O Maksi. O algún mirlo blanco de los que tengan anotados en la secretaría técnica.

Que tampoco hace falta que nos quiten el carnet por decirlo. Creo. Si hacía falta un seis, a medio plazo, nos falta también un ocho. Y a Fernando y Arroyo los pillamos mayores.

viernes, 12 de enero de 2018

Copa, fichaje y Liga.

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Copa, fichaje y Liga. Copa, fichaje y Liga. Así de movida viene la primera quincena de 2018. Año de Mundial, que se nos antoja lejos y, de momento, olvidado por aquello de estar inmersos en la recuperación de la solera perdida. Dos años en el limbo desgastan y merece centrar esfuerzos sentimentales. Pero esta sobreactividad nos pilla con el paso cambiado ahora que, tristemente, andamos acostumbrados a solo envites semanales.

De la Copa, rasgado de vestiduras en la ida. La selección de esfuerzos del deportista profesional. Descubrimiento (¡Oh, Dios mío!) que los suplentes no lucen tanto ni definen tanto como los titulares. Pues claro. Incluso un no titular en una fase final de Mundial rinde menos que el que tiene la vitola de ello. Pero son los resquicios de aquel equipo que vagaba por la tabla, donde abrazábamos una arrancada salvaje de Cancelo sin ton ni son o una vehemencia en forma de patada a destiempo de Enzo Pérez. Ya ven, cuando las alegrías eran pocas, el pobre se conformaba con migas. Ahora queremos que todos se enchufen. Que todos vivan al límite esto de jugar en Las Palmas un 3 de enero. Con ese acongoje de repetir Las Palmas aquella eliminación valdanística se jugó la vuelta. Pero no. Salió Vietto, que en vez de Luciano debería rebautizarse como Lázaro, que venía más seco de goles que la botella de agua de un vividor en un día de resaca, y te enchufa tres. Uno casi desde el Calderón, para rabia de los de siempre. Ya ves, el puto Valencia y Marcelino. "Luciano, levántate y anda", quiero ensoñar que le dijo el astur al colega de Rodri De Paul en aquel Racing de Avellaneda irreverente. Marcelino, que lo que toca lo convierte en oro, como en aquella fábula. Si hasta Aitor Lagunas, canela en rama de los comentaristas de Bein Sports, quiere que le toque la calva para ser como Engonga en sus tiempos mozos. MarcelinoFacts, clama Twitter, con algarabía de la chavalada. Milagros deportivos en Valencia y vitales en la carretera los de García Toral. A Dios, o a los airbag, gracias.

Lo bien cierto es que la Doble M está logrando acortar los plazos de la ilusión. Cierto que queda la segunda vuelta entera. Cierto que la Copa puede despistar, en el buen sentido de la palabra, los esfuerzos de la Liga. Pero con Neville y Suso y sin nadie al volante en los despachos se llegó a estar a dos partidos de jugar una final. Justo antes del 7-0 del Nou Camp, recuerden. Pero aquella ilusión por alcanzar algo extraordinario y espontáneo, sin esfuerzo agotador y tan contra natura no hizo más que alargar la agonía liguera, una vez desahuciados y humillados en la Copa. Esta vez el viaje es diferente. Todas las alegrías que nos llevemos en los partidos de ida y vuelta será un azucarillo más a esta temporada de dulce. Y sin descartar nada, juguemos a todo. A todo lo que tienen estructurado en la cabeza Marcelino y Mateu. Como ese jugar al despiste de no pedir fichajes en público. Negociar en la penumbra reforzar la cojera atacante y el centro del campo destructor. Oxígeno y competencia real para los temporadones de Rodrigo, Zaza y Mina, con un rendimiento de goles por minutos jugados que asusta. Y Coquelin, el recién llegado, que se arrepiente de no haber venido antes. Claro, todos quieren jugar para Marcelino. Todos quieren jugar para un Valencia serio y ordenado. En el campo también.

Y es que la fe, o el crédito si no son de misa y comunión, es tan alta que Coquelin ha pasado de ser carne de vídeo chistoso a tener todas las bendiciones por el mero hecho que Marcelino haya dicho que adelante. El debate deportivo está tan fuera de lugar que en la barra de bar llamada Twitter se charla sobre la correcta pronunciación del apellido, afrancesándonos todos a marchas forzadas. Aún caerán chistes malos sobre su apellido y la semblanza con cierto personaje de comedia de televisión, fruto de ese trazo gordo de humor tan satírico y fallero que tenemos a gala. Porque los valencianos somos de reírnos hasta de nuestra sombra. Pero nosotros, no los demás. Aunque más que chiste, queremos que sea un drama. Para los rivales, claro. Para nosotros, queremos que sea uno di noi. Un Marcelino Boy.

Y hoy, en Valencia, no hay nadie que tenga dudas de que así será.