lunes, 12 de marzo de 2012

JUNTALETRAS. CAPÍTULO VIII.

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El tercer mes del año nos puede traer estas cosas.
Este relato tiene un nombre simple, marzo:

Las luces iluminaban ya la ciudad. La calle volvía a tener vida. Todos tenían cosas que hacer. Unos terminar rápido sus trabajos para poder disfrutar de los días de fiesta y otros preparándose para hacer el agosto en marzo. Los niños, como pequeños diablos, corren y juegan con la pólvora en inocentes cantidades. Todo el mundo se movía rápido menos ellos. Ellos lo tenían todo hecho. Sus momentos de prisa, de agobio, de risas alocadas, de noches convertidas en madrugadas y madrugadas convertidas en albas, eran un estupendo recuerdo al calor de una infusión cualquier día del año. No les tenían que contar nada de lo que era aquello. Ellos eran parte de aquello. De hecho, se conocieron en el casal. Vecinos de toda la vida, una calle abajo él, encima del casal, ella. Tuvieron el romance perfecto, marcando todas las etapas y los tópicos, seguido con expectación por todos los parroquianos que esperaban el desenlace lógico y feliz. Incluso, con la fecha de la boda decidida y anunciada, aportaron su granito de arena romántico y emotivo actuando en el fin de fiesta de la exaltación de la hermana pequeña de él, con una de esas canciones acarameladas que tanto gustaban a la audiencia de su romance. Su boda fue un aperitivo de la fiesta. La fecha perfectamente planeada, cuadrada con el viaje y, con una semana para instalarse en su nuevo hogar, volver para ponerse el blusón, el pañuelo y estrenar su nuevo estado civil las noches, las madrugadas y las albas. Y si el alcohol lo permitía, sexo del bueno con mucho amor antes de dormir cuando las panaderías ya están abiertas. Lo recuerda porque le compraba los cruasanes recién hechos para que sí su esposa, a mitad de mañana, tuviese hambre, la saciase con rapidez para volver a sumergirse en las sabanas y entre sus brazos.
Lo recuerdan entre risas ahora, treinta y cinco años después. Los blusones pasaron a mejor vida y tan solo un pañuelo valenciano delata en su vestimenta que es tiempo de ninots, de chocolate y de noches matadas de madrugada. Siguen siendo de la comisión, pero a titulo honorífico. Las cosas han cambiado mucho, ya no están muchos de sus amigos, cómplices en otra época de las confidencias, de los llantos y de las reconciliaciones. Y eso a ella le pone triste a veces. Pero si que se dejan caer a ver a sus sobrinos o a los hijos de sus amigos, que los tienen como suyos, y a los que quedan allí, más jóvenes que ellos pero ya peinando canas, aportando ahora la seriedad que antes no tenían. Les hubiera gustado tener un José o una Amparo, como ellos se llamaban, pero no pudo ser. Incompatibilidad inmunológica, les dijeron. Lejos de adoptar, decidieron quedarse uno al lado del otro y vivir hasta que la muerte los separase, como les dijo el cura. Viajaron, y mucho. Nueva York, Sicilia, Niza, Buenos Aires, Roma, Lisboa, el Nilo, Andalucia. Allí destrozaban las sevillanas que mal aprendían en los cursos durante los primeros viajes, para luego adecentar su prestigio con los progresos. Pero no todo fue de cuento. Alguien dijo que cuando el dinero se va por la puerta, el amor se escapa por la ventana. A ellos casi les pasa. Una vez, él pasó una mala racha. Se las vio apuradas, con acreedores, deudas, números rojos. Discutieron por alguna tontería sacada de contexto y ella lo echó de casa. Dos noches, las peores de su vida, en un hostal, llorando como un niño cuando en el recreo le quitan el juguete nuevo que le han traído los reyes. Luego todo volvió a la calma. Lo recuerda, esbozando una sonrisa, mirándola, mientras ella no se fija, porque está embobada mirando el monumento. Su monumento. El de su barrio, el de su casa. Aún le aparece esa mirada de niña que lo enamoró entre todas esas arrugas, marcas de vida de quien ha visto mucho y tiene mucho que contar. Todavía se conserva hermosa. Aunque no tenga ya ese color cobrizo en el pelo. Ahora es un gris blanqueado que le resalta, más si cabe, la belleza de sus ojos. Claro, que va a decir él, si se volvería a casar con ella cada día de su vida.
Siempre hacían la misma rutina. Los dos con sus pañuelos, a visitar su falla. Al día siguiente, paseo cerca de la plaza, a oler la pólvora. Ya no podían ir a la capital, como de jóvenes, cuando se mezclaban entre el bullicio de la gente a disfrutar del ritual y, al comenzar el terremoto final de la mascletá, se agarraban fuerte de la mano y no se soltaban hasta que no finalizaba y lo empalmaban con rompedores aplausos. Ahora se conformaban con verlo en televisión, y aún se apretaban de la mano cuando venía el terremoto. Veían la ofrenda cerca de casa y, al día siguiente, visitaban el tapiz. Por la noche, ella bajaba con un sobre cerrado y lo clavaba con una chincheta en algún ninot. Las cosas malas que quiero quemar, le decía ella. Lo había hecho siempre, desde joven, pero nunca le decía a nadie que ponía dentro. Ni a él. Ahora se lo daba a alguno de los de la comisión, en compañía de la chincheta. Era un ritual que sabían unos pocos. De unos años para aquí, él le pedía en silencio al fuego un año más con ella. Ya acusaban ciertos achaques. Amparo estaba un poco delicada del corazón. Y a él la artrosis le obligaba a andar ayudado por un bastón. Las noches de rock les pasaban factura. Los excesos juveniles. Pero bienvenidos sean esos dolores, porque era señal de que habían vivido. Notaba una sensación especial. Todo era igual, pero distinto, con ese pálpito de que parece que todo anda bien, pero sin estar seguro del todo. Y en silencio le pedía a su santo. Un año más, carpintero, un año más.

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