De la vieja escuela, Vicente Ahumada destilaba música por todos los poros de su piel. Música de la buena. Y tuvimos la suerte de que la evolución lógica del que tiene inquietudes musicales, le llevara a tirar del hilo hasta llegar al final del ovillo. A Elvis. Y tiró tanto de él, hasta ser una verdadera eminencia en la vida, obra y milagros de El Rey. Sí, de acuerdo, hubo música antes del chico de Tupelo, pero la industria comenzó con él. Y nos abrió la ventana a todos sus registros. Aún recuerdo esa voz peculiar, profunda y esa reciente imagen de espaldas en las imágenes de los locutores de la antigua y añorada Rock&Gol. Lo recuerdo los sábados, o los miércoles, mis noches hacen dudar a mi memoria, con esas joyas que es repetitivo nombrar y que debes de investigar y crear tu propia lista de éxitos. Sus ojos habrán visto los lugares y rincones donde se gestó la leyenda y seguro que habrá podido disfrutar de los olores de la cuna del rocanrol, por el mero placer de hacerlo y, después, poder contarlo en antena para sus incondicionales del Club Elvis, uno de los programas más longevos, con 16 años de emisión, y latente en Internet por siempre jamás.
Me gusta imaginarlo con gafas de sol, su Marlboro humeante entre los dedos y una copa de brebaje de Tennesse, mientras suena cualquiera de los temas de King Creole. Suena a tópico, lo sé, pero la memoria selectiva tiene esas cosas y, como si de una antigua novia se tratase, idealizas, mitificas y seleccionas los recuerdos de esas personas que ya no están cerca de ti en cuerpo, pero sí en espíritu. Y seguro que era uno de esos excelentes conversadores, con su peculiar visión de la vida. O tal vez no. Igual era un tipo introvertido, un corazón solitario de los que llevaban en sus hombros la melancolía. Me da igual. Nunca tuve el gusto de conocerlo en primera persona, pero las gentes que han tenido esa suerte lo veneran, desde Pamplona a Alameda de Osuna, pasando por Las Rozas, todos hablaban antes de ahora maravillas de él.
Se nos ha ido después de pelear duro, resurgir y volver a caer. Supe de su pelea a través de una conversación humeante y callejera la penúltima vez que visité Madrid, recién estrenada la ley antitabaco, y ese fin de semana las charlas sobre El Rey me conquistaron por segunda vez con la mesa y mantel de los años cincuenta como testigos. En estos casos, para consolarnos, tenemos la estúpida y católica creencia que en el Cielo todos se encuentran con el mejor aspecto de su vida y que la eternidad allí es una fiesta. Seamos estúpidos y católicos y pensemos en el abrazo que se darán allí arriba Elvis y Vicente, mientras aquí abajo continúen creciendo locutores inquietos, viajeros y apasionados como Iván Guillén, y proyectos anónimos con latidos y alma de rock, mientras nosotros seguiremos adorando el metal del Renault 4L, robaremos naranjas de los campos y besaremos lo que podamos que provoquen canales de pasión.
Larga vida a Vicente Ahumada, nunca caminarás solo.