Creo que nunca una palabra generó tantos sentimientos encontrados. En
parte, seguro, por las cosas del balón y cierto ombliguismo político.
Todavía resuena en la cabeza que ser un síntoma de poder es decir eso de
'Hablaremos con Madrid'. Madrid, la urbe grande. La urbe de poder. O
no. Yo que sé. Aquí no se escribe de política. A no ser que quieran
ustedes. Avisen con tiempo, eso sí. Por documentarme un poco. Aquí se
viene a hablar de higadillos, de nervio, de errores y, por estadística,
de algún acierto. Madrid. La ciudad, dicen, de La Movida. Como si no
toda la actividad fresca y rompedora que pasó en Valencia o por tierras
gallegas no hubiese sido nada. Madrid. Donde está lo mejor de todo. Sin
estar. La mejor paella, de Madrid. El mejor marisco, de Madrid. Eso sí,
el agua del grifo es gloria bendita. Salvo para los vendedores de agua
embotellada, supongo.
Hubo
un tiempo pasado en el que viajaba bastante allí. La música, ver a
colegas y salir un poco de la rutina eran la excusa. Beber esa brebaje
de bárbaros llamado cerveza, con su crema fantástica. Comer, siempre
comer, acodado en una barra. Pedir cassalla sabiendo seguro que no hay.
Echar de menos el apitxat, una de las maneras de hablar valenciano y que
es la mía. Los cafés del tiempo que allí son con hielo, sin más. Y dije
hubo. Porque volví. De manera efímera. Trece horas y media,
exactamente. Y me dieron para abrazar, reír, comer, besar, beber,
saltar, vibrar, hablar y, un ratito, dormir. Un fin de gira, un
concierto imborrable y una celebración posterior son los últimos
recuerdos tatuados en la retina. Puede que el encanto de Madrid sea eso.
Cortitos pasajes. De hecho, el cielo es hasta casi feo. O tan feo que
es hasta bonito. Decidan ustedes. Con esos colores grises, oscuros por
esa boina de contaminación. Los de Sorolla son más bonitos, por
supuesto. Y Sorolla pintaba los cielos de Valencia. Sin agua del grifo,
vale. O sí, pero no tan buena. Los cortitos pasajes. Como me dijo
Verónica, peligrosa mujer para machitos débiles, es la mejor amante del
mundo. Te ofrece la alegría del encuentro furtivo. Como en una cita
clandestina en un discreto hotel. Sin la rutina de despertadores ni
informes para ayer. Sin la cadena de montaje o sin servir aceleradamente
los almuerzos que son a las 2 de la tarde y no a las 9 de la mañana.
Sin llevar a los niños al colegio. Madrid es eso para mí. Es la calma en
medio del caos. Es un viaje de cristal, donde todo sucede lento y
rápido a la vez. Una pausa acelerada. Una bocanada. De lo que sea, de
aire o humo.
Querer a Madrid es no prejuzgar sin antes haber
probado. Como esa frase de cuestionar el camino sin ponerte mis zapatos.
La vida nos iría mejor si amásemos a todas las cosas como amamos a
Madrid. De lejos, por habladurías de otros, no. De cerca, imposible no
hacerlo. Madrid no es un monstruo por mucho que digan los malos
embajadores. Por mucho que hagan los becerros con los que nos cruzamos
alguna vez. Madrid es Chemi, es Marta, es Iván, es Pepe. Es la suma de
personitas que te dicen ven.
Como te quiero, mi Madrid. La que he vivido. No sé cuando ni como, pero volveré a verte. Y si hay música o letras, mejor.
*Texto original del 28 de febrero en La Pelota del Armario, carta de Substack