jueves, 18 de diciembre de 2014

El olor a rock por la mañana. Concierto homenaje a Elvis.

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He leído recientemente que aquí, en Valencia, se mueve algo por cualquiera de los estratos que campan por debajo de la superficie, huyendo de las normas no escritas dictadas por unos pocos y que nos han convertido en una mera caricatura de aquello que nuestros padres quisieron que llegáramos a ser. Ese movimiento, dicen, viene dado por la disconformidad, por intentar cambiar el rumbo de esta tierra, convertida en supermercado de mangantes sin normas de caballerosidad, donde el "rápido y ya" se ha convertido en un pelotazo continuo, saltándose el paso del sudor y trabajo para lograr el objetivo.

Y de eso saben mucho en el rock. Precisamente aquí, donde es difícil encontrar a primer golpe de bota buen licor y música en directo, los estratos del rock no han parado de moverse. Las sobadas palabras de los gurús de la palabra y la automotivación no están de moda en este círculo porque, simplemente, toda la vida ha sido así. Hacer música es tarea de luthiers, tanto en la forma como en el fondo, pero aquí más todavía desde que la mutación de las salas de moda de los ochenta pasaron de las guitarras a la electrónica. Está claro que hay de todo, tantos gustos como colores y el talento no es absoluto y concedido para todo aquel que tenga los huevos de subirse a un escenario. Porque, independientemente que cantes como una manada de gatos o como el eterno Freddie Mercury, subir a un escenario es cuestión de echarle cojones, tengas o no que mear de pie.
Y en esas anda la tropa, peleando, buscando y manteniéndose activa, en continuo movimiento. Tirando de colegas, amantes y conocidos para sablarles simpáticamente con micromecenazgos abonados con gusto para seguir sonando a sudor, a canciones de resaca y para soñar cualquier grandeza que no tiene mayor tamaño que la propia satisfacción de uno, que es la más difícil.

De esos tipos de la pelea es Adri. Un tío que emana rock por los cuatro costados en cada cosa que hace. Cuando ofrece sus servicios de transporte en su pequeña empresa RockRunner, huele a rock, cuando posa en pelotas para un calendario solidario, huele a rock, cuando está pendiente de todo lo que sucede en el escenario con Los Perros del Boogie, huele a rock. Incluso cuando empotra a alguna moza en alguna de esas noches cualquiera, de esas de dos calaveras, desprende un mojo de rock que más quisiera algún niñato fotocopiado proyecto de estrellita.

Pues Adri lo ha vuelto a hacer. Sí ya tocó el cielo con aquellos conciertos homenaje a The Beatles y AC/DC, este sábado le auguro variados besos con lengua y tocamientos de senos, que es como imagino yo como será tocar el cielo cuando tengo el día erótico, cuando acabe el concierto homenaje a Elvis. Estarán todos los sospechosos habituales de la escena local de guitarras y botas de 'chúpame la punta', parroquianos del Kraken y del Peter Rock, compañeros de fatigas en esto del lado salvaje de la vida. Pero esta vez, Adri viene con refuerzos. Si el leit motiv es Elvis y el 60º Aniversario de su primer sencillo 'That's all right', no podría ejercer como maestra de ceremonias nadie mejor que Marta Vázquez, voz de RockFM y experta en la vida, obra y milagros del Rey del Rock.




¿Hueles eso, Adri? ¿Lo hueles muchacho? Es Rock hijo. Nada en el mundo huele así. ¡Que delicia olor rock por la mañana!

Brindo por los tipos como Adri. Rock, señorío y cojones. Nos vemos en la Wah-Wah.
PD: Seguro que Vicente Ahumada esa noche sonríe allá donde esté, ¿verdad, Rafa Escalada?

martes, 16 de diciembre de 2014

Jack Nicholson y la espalda de tus recuerdos.

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Jack Nicholson tiene alzheimer.

Después de estas cuatro palabras, ya nada bueno puede venir.

Aunque no esté confirmado.

Pero si ha saltado a los tabloides digitales del artisteo de Jolibud, es porque el río peces trae.

Poca cosa podemos hacer salvo lanzarnos a cualquier videoteca legal a revisar alguna de sus obras. A mí siempre me ha dado pereza ver algunos de sus clásicos. No he visto 'El resplandor'. Y solo algún trozo del metraje de 'Alguien voló sobre el nido del cuco'. Y me la sopla lo que digan los puretas o modernos.

Jack es buen actor. Es incontestable. Incluso haciendo de Joker. Y de hijoputa es sublime. Creo que lo hace como nadie. Como en 'Infiltrados'. O en 'Mejor... imposible', aunque en esta se redime al final. Pero del gran Jack me gusta el personaje, el halo. Sus gafas negras, su primera fila en los Lakers y esa leyenda acerca de que Dios le proporcionó un talento descomunal en la bisectriz de sus piernas. Dos talentos tiene el tío. Tres, si sabe usar el que no es actuar.

Más allá del drama -del que no conviene frivolizar por aquello de no herir sensibilidades, a pesar de poder hablar de ello con conocimiento de causa-, me fascina la pena que siento cuando pienso que Jack no va a recordar esas pequeñas cosas que nos hacen sentirnos vivos de cojones: sus filtreos con Jennifer Lawrence en los Oscar, el seducir a (un montón de) mujeres, las maravillas de Kareem, Magic, Kobe y Pau en el Forum primero y el Staples Center después... Todo eso me da un poco de pena por Jack.

Ojalá yo viva un montón, pero solo para recordar. Recordar tu sonrisa con aquellas primeras y nerviosas cervezas, la manera en que mueves la cucharilla del café cualquier domingo, el olor a tu nuca mientras bailo contigo cuando nadie nos ve y descorcharte bien cuando nadie nos oye. Ojalá sepa siempre recordar el mapa del mar de tu espalda con las islas que conforman tus lunares, porque si no es así, este invento no tiene ningún sentido.

Joder Jack, me has provocado hasta convertirme en un poco moñas.

Menos mal que, de momento, siempre nos quedará el cabrón de Bill Murray.

viernes, 28 de noviembre de 2014

El aroma de las librerías.

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A papel trabajado. A olor a recién trabajada tinta impresa. Ese aroma tan efímero que desearías que se quedara para siempre entre tus dedos. Como cuando quieres que tus hijos siempre desprendan ese perfume a infancia e inocencia mientras son bebés y deseas que no crezcan nunca.

Esa es. Muy a pesar de la cursilada de arriba, es la sensación al entrar en una librería. Huele a Los Cinco, a Salgari o a Jack London. Pero también a Mortadelo, al 13 Rue del Percebe o a Corto Maltese. Como Anton Ego al probar su plato de la infancia.

Y eso es lo que hay que hacer. Oler las librerías. Dejarse embaucar por el aroma de las letras, que entran sin sangre, solo con un poco de tranquilidad de cualquier tarde de invierno sietemesino. Porque el olor tiene memoria. Y es capaz de envolverte para siempre, buscando cualquier excusa para ello.

Como ayer, que lo volví a oler en Slaughterhouse. Mientras la esperaba a ella, la pelirroja protagonista de mis páginas, pasaba las hojas de un poemario de Panero (¿o era un fanzine del Cabanyal?) con el mismo dedo con el que acaricio su espalda.

Y volvió a suceder. Puede ser allí, con una tabla de ibéricos y un buen vino, o en cualquier otro lugar con alma pareja. Como Dadá, mientras tomas café en su terraza, dando caña a tu versión más hipster, sin serlo.

Parafraseando a Quino en la voz de Guille: «¿No sería hermoso el mundo si las librerías fueran más importantes que los bancos?»

Pues eso.

Larga vida y felicidades.

PD: Gracias a Jesús Terrés. Su texto en Traveler me ha permitido, sin él pretenderlo, ponerme a rueda, haciendo un símil ciclista, y teclear esto.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Un hombre puede llorar. La mujer de su lado, no.

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Hay mandanga. Y de la buena. Como diría el clásico, aquellos polvos trajeron estos lodos. Y echarle la culpa a ellos va a ser lo más fácil. ¡Que demonios, es la razón! Nos habéis alentado, con vuestros hechos y vuestras hirientes palabras parapetadas en poltronas de plasma, a convertirnos en mezquinos y vamos pisando cabezas creyendo salir impunes. Pero llegará el día del juicio final, o Juicio Final con mayúsculas si crees, y tocará pagar la cuenta de esta jarana. Nosotros, que venimos de aquella España de espadachines, donde uno se jugaba la vida por la soldada o por el honor, donde descubrirse a la entrada de un lugar techado era obligación, con vuestras guerras nos habéis empujado a casi olvidar de donde venimos. Y ahora podemos ir con la testa cubierta para darle al gañote y vilipendiar con la panza llena sin que nos metan un sablazo -literal- entre las costillas. Nos comportamos como animales. Malinterpretamos la pirámide de la socialización y esta miopía nos hace vivir en una caverna continua.

Nos habéis creado un país en el que alguien, escondido tras una mesa y un medio cargo, ejerza de francotirador usando como arma un pinganillo sin más motivo que seguir comulgando con ruedas de molino al servicio de la propaganda y pueda acribillar a una periodista con tanto dolor e impotencia que no pueda seguir con la normalidad y rompa a llorar sin disimulo posible

Nos habéis marcado un territorio en el que sea gratuito mearse, o cagarse, elija la escatología preferida, en el trabajo duro y sufrido que es la cocina, buscando no otra cosa que notoriedad y números para mantener el chiringuito de comer y beber por la gorra, en este caso por el sombrero, sin otro pecado para el escarnio que llegar a la meta del éxito por caminos más enrevesados.

Y nos habéis dejado el solar tan lleno de mierda que cualquier jefecito (perdón Mascherano) de medio pelo, cualquier mala copia de Tony Montana con ceros de más en su cuenta corriente, solo porque firma las nóminas se cree con el poder de mal exigir, mal mandar y peor ejecutar, echando la culpa al empedrado y provocando cuadros de ansiedad y llanto silencioso porque solo le interesa que el mono baile.

Pues tened en cuenta, queridos míos, que María, Begoña o cualquier nombre que se os ocurra, cuando llegan a casa, lloran. Quizá no con lágrimas, pero sí con rabia, desesperación y con ganas de tirarlo todo por la borda, aunque sea solo por un segundo. Y en la cama, a su lado, cuando la noche es oscura y el pensamiento es de uno, hay un tío a su lado que piensa que ya está bien. Que su chica es periodista, cocinera o frutera de corazón y no merece eso. Que a él le gusta verla sonreír, porque es su motor, sus alas, su vida. Lo necesita. Y que si no lucha por eso, maldita sea, no le quedará nada por luchar.

Y hay algunas Marías por aquí. Y bastantes Begoñas. Y muchas más con cualquier nombre. Y otros a su lado. Y el día que ellos digan hasta aquí, vamos a pasarlo bien. Porque saldrá el espadachín de nuestros ancestros. O el pirata mediterráneo, que será peor. Y no os va a hacer falta sombrero, pinganillo, ni farlopa.

Y no me jodas, lector o lectora. Que esto no es cuestión de sexo, ni machismo. Es del débil contra el abuso del fuerte. No les des la razón a ellos en aquello que creen que somos tontos.

Lastima no volver a la España de los Austrias y darle a la espada. Porque Alatriste estaría de nuestro lado y os íbamos a dar matarile.

Cabrones.

viernes, 31 de octubre de 2014

La balada del bar Torino. Rafa Lahuerta Yúfera.

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Hubo una época en la que asociar el deporte de masas, sobre todo el fútbol, con cualquier disciplina artística estaba catalogado como una ordinariez, un contrasentido. Los instalados en la permanente atalaya de la cultura miraban por encima del hombro a aquellos que nos enfundábamos nuestras bufandas con los multicolores colores de nuestros equipos, mientras musitaban al cuello de sus camisas, cuellos cubiertos de bufandas extralargas y horribles por otra parte, que hay cosas mejores que hacer en noventa minutos que ver a once tíos correr detrás de un balón. Y se iban a su rincón de lectura tan panchos, a crearse su imagen de atormentados y con la convicción interna que con su lapidaria frase demostraban desdén e indiferencia y que su cultura estaba por encima de sudores, gritos y celebraciones, sin saber que la incultura estaba instalada en sus mismas posaderas, porque no son once, sino veintidós los que corren y a veces veintiuno, si tenías la suerte de ver jugar a Pirlo, Xavi o Carlos Arroyo.

Afortunadamente, no todos hemos pensado así y muchos hemos sabido compaginar teatros, exposiciones y lecturas con tardes de transistor, pipas, nervios y lágrimas. Y alguna vez nos hemos encontrado con la encrucijada de elegir sufrir con nuestro equipo en directo a cualquier otra oferta de ocio cultural o de ocio puro y duro, incluidos aquellos que esperanzabas finiquitar con sexo. Porque, a veces, tira més vore guanyar una lliga que una maroma de barco.

Y es bonito ver que existe vida más allá del forofismo borreguil, de lata de cerveza, barriga de cerveza e insulto de cerveza. Hay gente que siente las derrotas más que cualquier ultra tatuado a fuego y dolor, pero que lo mimetiza y lo analiza con mesura y lamento, con cara de blues y resignación, pero sin perder nunca la militancia, apretando los dientes al perder y sin sacar mucho pecho al ganar. Y esa misma gente vemos completada nuestra felicidad con la salud de los nuestros, con llegar bien a fin de mes y con el amor. Pero no al carnal. Salud, dinero y amor al escudo, al club. Sentirnos orgullosos de nuestro equipo completa nuestra felicidad y si, por algún caso, gana títulos, ya podemos morir tranquilos.

Por eso, sin conocerlo más que por lo que escriben otros, creo que el autor de «La balada del bar Torino», Rafa Lahuerta, es uno de ellos. De los forofos comedidos, de los sentimentales. De los que tienen cariño a jugadores ausentes de los focos, como aquel Iglesias o como el histriónico Sánchez-Torres, porque quizá desde pequeño han soñado, y puede que ahora también, ocupar ese espacio de los entrañables desheredados por la afición, que su felicidad se llena por enfundarse la misma camiseta que ellos y escuchar su nombre por los cascados altavoces de Mestalla, aunque solo sea un par de veces y en partidos de Copa de la Liga.

Pues Rafa ha escrito un libro de eso mismo. Y está bien rodeado. Diríamos que tiene un buen once, aunque sean veintidós o más. Porque las palabras que escuchamos ayer de Miquel Nadal y Paco Lloret demuestran que este señor ha parido algo grande. Dicen que nos va a mostrar con la lectura de sus páginas una mezcla de ciudad, balón y nostalgia, de sentimiento bien entendido, sin reservas ni oscuras intenciones. Y que quizá, con esto, comencemos a respetar a quienes nos hicieron latir en primera persona, como Giner y Nando, o a través de las crónicas de nuestros padres y abuelos, como el gran Roberto Gil, que allí estaban dando calor al autor. Y puede que nos hagamos más ingleses, en lo que al football se refiere. Y comencemos a cuidar el balón de verdad, porque como dijo aquel, 'la pelota no se mancha'. Y habría que respetar a todos los que nos respetaron a nosotros, como hacemos con Kempes.

Amunt Rafa Lahuerta. Y gracias por anticipado.

viernes, 17 de octubre de 2014

Las golondrinas de la Kraken Roll Band.

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«Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.
Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres...
ésas... ¡no volverán!» 
Gustavo A. Becquer

Como aquellos famosos pájaros que citaba el poeta de perilla mosquetera, pero cambiando la edulcorada -para gustos, colores- rima por rasgeos de guitarra y voces atronadoras, y tras una espera larga, más de lo normal, es momento de disfrutar de la banda entre las bandas, la Kraken Roll Band.

Ojo, que he dicho banda, que no conjunto, ni grupo.

Banda.

Porque la Kraken Roll Band es eso mismo, una banda. Un grupo de gente armada. O una pandilla juvenil con tendencia al comportamiento agresivo. E incluso son el lado de algunas cosas. Concretamente, el lado salvaje. Y con todas estas definiciones están dentro de lo políticamente correcto marcado por la RAE porque son definiciones de la palabra en cuestión que se ajustan como un guante a lo que es esta criatura viviente y latente.
Puede sonar un poco contradictorio, pero si no has estado nunca viendo un concierto de la KRB, es difícil explicarlo, si servidor no se marca un John Fogerty y se plagia a sí mismo (gracias Monty por el dato). Aún así, lo vamos a intentar.
Se reúne el talento con más alcurnia de la escena del rock de la ciudad y villas colindantes, dirigidos por la argamasa que es ese señor llamado Pablo, alma mater del Kraken, garito de la Plaza Honduras y primera segunda casa de muchos y lugar donde se gestan amores, odios, paellas, brindis y debates tipográficos con guitarras al once, licores y algún despistado zumo natural.
Pero la subida al escenario lleva consigo detrás una organización de agendas de cincuenta músicos, con toda la dispersión que engloba la palabra 'músico', de ensayos pagados con sudor para buscar la fama y muchas algunas horas de repeticiones monótonas de escalas, voces, coros y producciones caseras. Pero también tiene, o eso supongo yo, sus momentos de diversión, de brindis rubio y de camaradería en plan campamento rock de los Rolling Stones. Es decir, nadie dijo que fuera fácil, pero cuando suene la música introductoria del Así hablo Zaratustra como si un gran Elvis se tratase, o cualquiera de las ideas que le rueden por la cabeza al gran Pol, nos dejaremos atronar por los vatios que salgan de la mesa del Wah-Wah, berrearemos como ciervos en celo y cuando todo llegue a su fin, brindaremos por las nuevas amistades y por los adioses que no son más que un hasta luego.

«Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.»

Amor al rock. Y a todo lo que significa la Kraken Roll Band.

PD: Una introducción a lo Johnny Cash no estaría nada mal, Pol.

jueves, 18 de septiembre de 2014

El allipebre y la cocina de nuestras abuelas.

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Foto: Ajuntament de Catarroja
El verdadero placer de los sentidos, o al menos el más mundano, consiste en recuperar sensaciones. Se puede viajar al pasado por los olores recibidos o por los sabores degustados nuevamente. Retomar el aroma a los guisos de aquellos domingos que te despertaban junto al canto tardío de algún gallo despistado, no hacen más que volver a nuestros años de pantalón corto, pellejos en las rodillas y canicas en los bolsillos, con imágenes de color sepia y voces que se fueron para siempre.
Somos de mediterráneo, latinos, y nuestra cultura en los fogones es cosa del matriarcado. En todas las casas hay veneración por los guisos de la abuela, por las recetas heredadas y por el ritual dominguero de reunión ante un buen puchero o arroz en cualquiera de las variedades. Pero en los pueblos bañados por el lago de L’Albufera de Valencia aún se recuerda, y se sobrevive, de la pesca de agua dulce y se disfruta del plato por excelencia de la anguila, el allipebre, comida llena de leyenda cuyo modus cocinandi no admite lugar a la discusión, si obviamos aquello de poner almendra y ciertas herejías perpetradas con harina.
Ajo, guindilla, patata, aceite, sal, pimentón colorado dulce y anguila cocinado en cazuela de hierro colado y a leña, preferiblemente. Buena compañía, buen vino y tiempo para una larga sobremesa es lo que hace falta para poder vivir con todos los sentidos una receta que algunos dicen inmemorial, pero que pueden consultar en la web de Anguilas El Galet, realeza del gremio, si les surge la curiosidad y el atrevimiento.
Dicen que la cuna está en Catarroja y en esa tierra, todos los años desde hace cuarenta y cuatro, residentes y amantes de la cocina reviven los guisos de sus abuelas, concursando por su mejor memoria y perpetuando el recetario de aquellas mañanas de domingo.
Si se acercan este sábado al Puerto de Catarroja, cuando sientan los olores, puede que vuelvan a sentirse niños con pantalones cortos.
Yo pienso hacerlo.
Porque no creo que exista otra forma mejor de decir adiós al verano.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Septiembre. Un mal necesario.

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“Cuando ganas te mereces champán; cuando pierdes, lo necesitas”. Napoleón Bonaparte
Probablemente, cuando leas esto, la zozobra y el llanto por la llegada del mes con peor departamento de prensa serán casi como los de aquel niño al que, justo cuando se le acaba el recreo, se le pincha la pelota. Y el giro del calendario nos da un lunes como uno de septiembre, siendo, sin duda, el peor lunes del año.
Atrás habrán quedado las mañanas al sol, a ver simplemente la vida pasar a pie de playa o de rio. A comer y a amar cuando te venga en gana. A robar besos a la luz de la luna. A enamorarte de lugares, de olores, de sabores. Ese mes, esos días, donde el desarreglo de vestuario no importa tanto, por mucho que digan las egobloggers de moda, nos dijo adiós con la mano desde la ventanilla de tren del calendario mientras nosotros corríamos por el andén, intentando alargar lo que no se puede alargar, y diciéndole que le echaremos de menos y que nunca habrá nadie como él.
Y quizá te espere una montaña de papeles, de trabajos que no respetan los estándares temporales establecidos. Y puede que te toque ver las innecesarias fotos de compañeros y/o conocidos con el redundante y estúpido pie de foto de "...con inmejorable compañía", aunque sea de refilón y a golpe de ratón. Y desempolves las zapatillas de correr, o la idea te pase por la cabeza. O te tires de cabeza al crossfit, al yoga birkam o a cualquier propuesta que el algoritmo de Google te provoque para sudar los excesos y la entrega a la Vida, con mayúsculas.
Agosto. Mes con aura de amante, de amor de verano, de esos que te dejan huella con un pequeño instante que puede ser para siempre. Que por cercano, siempre deja en mal lugar a su vecino septiembre, con olor a ducha fría y color del café necesario y que suena a canción kamikaze de Los Enemigos.
Hayamos ganado o hayamos perdido, sea cual sea la sensación, de alegría por recordar lo vivido o de nostalgia por aquello que se fue, las penas con pan son menos. Sean napoleónicos por esta vez y beban para contarlo.
Bienvenidos, a quienes hayan vuelto.

jueves, 14 de agosto de 2014

Un sábado de agosto en la ciudad.

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No es que quiera hacer sombra al turista verlanguiano y a su excelente diario de verano - que ojalá sea de todo el año, o por lo menos de otoño- pero con un sábado suelto de agosto cual verso libre y tras varias alternativas que ofrecían tumbonas, sol y bien comer me decidí por esta: visitar Valencia. O una parte de ella, al menos. Puede sonar curioso para un morador del prefijo 96 en las llamadas a fijo, pero créanme si les digo que es hasta ahora, de largo, lo mejor del mes de agosto.
Maika, mi compañera en este viaje de calles, y por la que servidor bebe los vientos como un imberbe colegial, tenía bien planificada la ruta en su ordenada cabeza, haciendo real aquello de las grandes mujeres detrás de los grandes hombres, aunque en este caso el adjetivo quede holgado. Mercat Central, con su cúpula, sus paradas, sus anguilas y su todo, Lonja, callejeo canalla y Fundación Bancaja con los Stones eran los pasos a seguir para un sábado sabadete sin pulseras de todo incluido, sin paseos a la orilla de la playa y sin lorzas ajenas.
Etapa 1. Mercat Central
Llegamos a una de las puertas de la casa de la Cotorra como turistas de la ¿añorada? America’s Cup, en taxi. Suena decadente, pero no hay nada mejor que un breve trayecto en taxi y que el tipo te pare en la puerta. Estamos en agosto y, a pesar de todo, la ebullición al pasar los portones de este magnífico edificio nos llena de vida, que supera con nota a otros más modernos y menos modernistas. Ponemos cara de turistas para mezclarnos con la multitud. Es fácil, Maika es pelirroja y pasa por cualquier nacionalidad de arriba, de las que no ven casi el Sol. Vamos directos a la cúpula. Es una maravilla. Nos dejamos llevar por los olores, los sabores, los sonidos. Tomamos zumo de naranja, olemos el jamón, tocamos las anguilas vivas de El Galet, y nos enamoramos del pescado, de la fruta, de la verdura, de los encurtidos. Esto nos ha conquistado, a mí otra vez, a ella para siempre.
Buscamos acomodo en CentralBar, pensando que al ser agosto íbamos a estar nosotros solos y el equipo. Error. Hora punta. Once pasadas y a tope. Nos resignamos a nuestra suerte, con una última oportunidad. Volveremos después de nuestra próxima parada: La Lonja.
Etapa 2. La Lonja
Resulta bastante reprobable que uno no visite ciertos lugares que tiene al alcance de unos minutos. Nos henchimos e inmortalizamos momentos en Paris, Roma o cualquier otra ciudad, dándonoslas de turistas cosmopolitas, mientras pasamos con desdén por nuestros lugares que están llenos de encanto. Y La Lonja es uno de ellos. Entrando a pelo, sin guía, sin documentación, solo con los ojos bien abiertos, para disfrutar de la arquitectura, mirando hacia arriba, como viendo un castillo de fuegos artificiales, y quedarse prendado de los techos de la Sala de Contratación o de la Cámara Dorada del Consulado del Mar, respirar el aire del Patio de los Naranjos y suspirar porque cualquier tiempo pasado parece que fue mejor.
Y sacarte fotos y hacerla reír, en La Lonja o donde sea.
Etapa 3. CentralBar.
Volvemos al Mercat a quitarnos la espina del almuerzo-comida que nos queremos pegar en la barra del CentralBar. Esperamos una pizca a que unos clientes acaben su cuota de placer y, como en un submarino, hacemos aquello del ‘taburete caliente’ para darle fuerte al paladar. Tomamos jamón, - que nos entró por el ojo- recién parido por el maestro cortador, anchoas XL, cocochas y boquerones fritos que, sin ser copioso ni estridente, nos supo a recompensa. Hay que volver al Mercat, a comprar y a comer. Siempre.
Etapa 4. Callejear.
Es lo que tiene comer a hora de guiri. Que tienes desde la una hasta las tres o las cuatro para dar rienda suelta a los versos de Machado y caminar, caminar hasta, sin darte cuenta, estar pagando el billete para subir al Micalet. Y eso pasó. Doscientos cuatro escalones en espiral y la recompensa del aire fresco, que viene muy bien para recuperar el resuello tras el esfuerzo.
Las vistas son bien bonitas. Puedes ver prácticamente todos los emblemas de la ciudad. Y entró en escena Jep. Desde allá arriba se ven áticos con vistas a los monumentos con más solera de la ciudad a los que no haría ascos el gran Gambardella si decidiese, en un futuro improbable, migrar de la decadente y trasnochada Roma a la expoliada, decadente y trasnochada Valencia.
Y bajamos del cielo, para convertirnos en mundanos al calor del café helado de la Plaza Redonda. Y andamos sin rumbo fijo, como La Dama y el Vagabundo, buscando sombra cuando necesitamos sombra y sol cuando necesitamos sol. Y tomamos batidos de Starbucks, que por algo somos turistas y es algo que nunca falla. Y lamentamos que en Aquarium y en Clandestino Bar también tengan derecho al descanso y que coincida, justamente, con el nuestro.
Y nos embriagamos sin beber, porque ya llegará la noche para ello.
Etapa 5. Fundación Bancaja.
Hay una exposición de los Rolling Stones hasta noviembre. Poco más que añadir. Punto final.
PD: Hagan esto, o algo parecido. Pero sobre todo, no olviden hacerla reír.

martes, 22 de julio de 2014

Maika Pelegrí. No eres tan duro, Clint.

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Te despiertas, abres un ojo y ¡uf!… anoche bebí hasta los vientos. Puta resaca. No vuelvo a beber es como el Padrenuestro que sermoneas cada domingo en misa de doce y luego ni caso.

El Whatsapp sonando “pin-pan-pin-pan” -la pesada de turno, «Oye no me contestas»- claro, es que me gusta la melodía del teléfono, me hace sentir mejor persona, no te jode.
 
Y pienso en la ducha como en fin a todos mis males hasta que salgo de ella y las náuseas siguen ahí más fuerte, si cabe. Apesto a tabaco, me río de las tonterías que dije ayer, ¿con quién hablé? No importa, iba más ciego que yo, así que… gilipolleces varias. El vino sirve para vomitar, pero no la pota digestiva, sino aquello que llevas dentro y que solo Clint Eastwood apuntándote con una Magnum 45 sería capaz de hacerte escupir. Lo bueno… que no te arrepientes de nada, ¿para qué? Sabes que volverás a hacerlo y Clint desenfundará de nuevo…