miércoles, 9 de marzo de 2016

Ella.

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Ella apareció en la penumbra del amanecer, en un cruce de caminos cualquiera de un miércoles cualquiera. Ante una pared cualquiera pintada de un color cualquiera. Pero desde ese entonces dejó de ser una cualquiera para mí. Es imposible que no te deje huella en alguna de las facetas en la que te la puedas encontrar a lo largo de tu vida: como amiga, como paciente, como empleada, como hija, como madre o como hermana. Y, por supuesto, como amante te deja una muesca en el revolver de la que no sabes si algún día la vas a poder remontar.

Fue como una película de los noventa. De la generación X, que sonaba a grunge y vestía pantalones rotos como desordorante marginal. Crudo, salvaje y no necesariamente con final feliz, como así fue. Ya nadie compra el "...y comieron perdices.", pero nunca hay que dejar cerrada la puerta del todo. Quien sabe, quizá la hambruna obligue a los protagonistas de nuestro biopic a cambiar el 'Never, never, never' por aquel canturreado 'Quizás, quizás, quizás'. Pero hoy es tan poco probable como que el invierno se congele. Eso era lo que decía Don Henley de The Eagles cuando les preguntaban por la ruptura de la banda y catorce años después sacaron un disco llamado así, llenándose los dedos de billetes. Cosas peores se han visto, mira los Guns...

Nuestra banda sonora fue una copla desgarrada, un quejío de flamenco, un dolor en diferido provocado por el que se lanza sin medida a pesar de saber que la resaca va a hacerle daño. Pero eso sería mañana. En aquel hoy nos lanzamos a morder la manzana a plena mandíbula, con tal fuerza que chorrea el jugo por la comisura de los labios y tenemos que sacar la lengua con indisimulada lujuria para que no nos caiga ninguna de las gotas por la cara. Y vivir la vida como hay que vivirla, fuerte. Fuerte al reír, fuerte al llorar, fuerte al gritar, fuerte al comer, (muy) fuerte al beber y fuerte al follar.

Nuestra historia se escribió a trazos, como los mapas que esbozábamos con el dedo pasando por cada una de las pecas de nuestros cuerpos, sabiendo a ciegas la ruta que nos hacía llegar al jugoso puerto. Y usar su espalda de pupitre para esas escrituras sin lápiz, solo con el recuerdo de las palabras filtradas, esas que se hacen fuertes en la memoria y que no las arrancan ni la más potente de las drogas.

En una guerra no hay bando ganador, siempre pierden los dos. Las bajas se amontonan en ambos lados de la trinchera y la vida nunca vuelve a ser igual para quien vuelve del frente. Una herida que se ve desde fuera, un dolor que te consume por dentro. Un terremoto silencioso, sufrido de entrañas hacía adentro, del que no quieres mostrar ni la más mínima arista de ello.

Un amor decimonónico, con artistas involuntarios de este vodevil, casi muerto al llegar y que solo podría subsistir en un mundo de teléfonos fijos y charlas en los bares como ejemplo de sociabilidad. Una pieza de technicolor dentro de un argumento en blanco y negro, donde antes del rótulo de 'FIN' se congela la imagen de ella, medio girada de espaldas, sonriendo porque le has dicho algo tan simple como «Odio cuando te marchas, pero me encanta ver como te vas».

Y se va. A otro calor, a otro leña. Y te quedas con eso. Con las letras, con las copas y con todo lo que mereció la pena. Que, a pesar de todo, fue eso.

Todo.