viernes, 31 de octubre de 2014

La balada del bar Torino. Rafa Lahuerta Yúfera.

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Hubo una época en la que asociar el deporte de masas, sobre todo el fútbol, con cualquier disciplina artística estaba catalogado como una ordinariez, un contrasentido. Los instalados en la permanente atalaya de la cultura miraban por encima del hombro a aquellos que nos enfundábamos nuestras bufandas con los multicolores colores de nuestros equipos, mientras musitaban al cuello de sus camisas, cuellos cubiertos de bufandas extralargas y horribles por otra parte, que hay cosas mejores que hacer en noventa minutos que ver a once tíos correr detrás de un balón. Y se iban a su rincón de lectura tan panchos, a crearse su imagen de atormentados y con la convicción interna que con su lapidaria frase demostraban desdén e indiferencia y que su cultura estaba por encima de sudores, gritos y celebraciones, sin saber que la incultura estaba instalada en sus mismas posaderas, porque no son once, sino veintidós los que corren y a veces veintiuno, si tenías la suerte de ver jugar a Pirlo, Xavi o Carlos Arroyo.

Afortunadamente, no todos hemos pensado así y muchos hemos sabido compaginar teatros, exposiciones y lecturas con tardes de transistor, pipas, nervios y lágrimas. Y alguna vez nos hemos encontrado con la encrucijada de elegir sufrir con nuestro equipo en directo a cualquier otra oferta de ocio cultural o de ocio puro y duro, incluidos aquellos que esperanzabas finiquitar con sexo. Porque, a veces, tira més vore guanyar una lliga que una maroma de barco.

Y es bonito ver que existe vida más allá del forofismo borreguil, de lata de cerveza, barriga de cerveza e insulto de cerveza. Hay gente que siente las derrotas más que cualquier ultra tatuado a fuego y dolor, pero que lo mimetiza y lo analiza con mesura y lamento, con cara de blues y resignación, pero sin perder nunca la militancia, apretando los dientes al perder y sin sacar mucho pecho al ganar. Y esa misma gente vemos completada nuestra felicidad con la salud de los nuestros, con llegar bien a fin de mes y con el amor. Pero no al carnal. Salud, dinero y amor al escudo, al club. Sentirnos orgullosos de nuestro equipo completa nuestra felicidad y si, por algún caso, gana títulos, ya podemos morir tranquilos.

Por eso, sin conocerlo más que por lo que escriben otros, creo que el autor de «La balada del bar Torino», Rafa Lahuerta, es uno de ellos. De los forofos comedidos, de los sentimentales. De los que tienen cariño a jugadores ausentes de los focos, como aquel Iglesias o como el histriónico Sánchez-Torres, porque quizá desde pequeño han soñado, y puede que ahora también, ocupar ese espacio de los entrañables desheredados por la afición, que su felicidad se llena por enfundarse la misma camiseta que ellos y escuchar su nombre por los cascados altavoces de Mestalla, aunque solo sea un par de veces y en partidos de Copa de la Liga.

Pues Rafa ha escrito un libro de eso mismo. Y está bien rodeado. Diríamos que tiene un buen once, aunque sean veintidós o más. Porque las palabras que escuchamos ayer de Miquel Nadal y Paco Lloret demuestran que este señor ha parido algo grande. Dicen que nos va a mostrar con la lectura de sus páginas una mezcla de ciudad, balón y nostalgia, de sentimiento bien entendido, sin reservas ni oscuras intenciones. Y que quizá, con esto, comencemos a respetar a quienes nos hicieron latir en primera persona, como Giner y Nando, o a través de las crónicas de nuestros padres y abuelos, como el gran Roberto Gil, que allí estaban dando calor al autor. Y puede que nos hagamos más ingleses, en lo que al football se refiere. Y comencemos a cuidar el balón de verdad, porque como dijo aquel, 'la pelota no se mancha'. Y habría que respetar a todos los que nos respetaron a nosotros, como hacemos con Kempes.

Amunt Rafa Lahuerta. Y gracias por anticipado.

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