jueves, 14 de octubre de 2010

ROCK N' ROLL Y FIEBRE

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Viernes. 18.45 h. El billete de tren no sale de la maquina expendedora a cinco minutos de cerrar las puertas. No puede ser que esto me esté pasando a mí. Si al final tendrá razón mi madre y seré un dateprisas desordenado y falto de disciplina. Pero mi coartada era perfecta. No hay tiempo mejor aprovechado que el necesario para tranquilizar a un amigo. Aunque eso le cueste la salud a uno, el aumento de pulsaciones, el imaginar la cara de su hermano mallorquín al no llegar y la rabia de saber que te pierdes algo histórico, todo esto mientras corres con tu petate de alto diseño, botín de guerra de una batalla con una mala mujer de las de verdad. Pero, como dice mi amigo Bernabé en sus sermones de domingo, Dios aprieta pero no ahoga y las puertas al cielo madrileño me las abre la sonrisa de Lourdes tranquilizándome e indicándome donde puedo rebajar las pulsaciones durante las tres horas y pico que dura mi trayecto ferroviario.

Para mí, Madrid siempre había estado relacionada con el balón. Allí viví la final más larga y mojada de la historia y el último toque de chapa hasta el momento. Hasta hoy. Ahora tiene una muesca más en forma de rock. En risas, siluetas increíbles, instrumentos imaginarios, regalos sorpresa y amistades, unas más fingidas que otras, pero amistades, al fin y al cabo. Al menos en la versión oficial. Y el cambio de registro de recuerdos viene con un culpable con nombres y apellidos. Más bien con varios nombres y la perfecta combinación de conjunción astral. Iván, Laura, Aitana y la Triple erre, Rock Rock Radio. La misma rabia contenida de aquella ya lejana primavera, se transformaba en una alegría desbordada en la estación menos alegre de todas al tener la posibilidad de poder disfrutar del concierto presentación del proyecto de un tío maltratado por los números realizados por otros, pero que tiene guitarras en las venas y lo transmite allá donde le dan la oportunidad de ponerse un micro debajo de su nariz. Pero bueno, seamos justos y ordenados con los minutos vividos. Porque todo tuvo su inicio con una buena ración de tapas y cerveza y presentaciones de nuevos y grandes pistoleros nocturnos, de esos que quieres tener a tu lado si la guerra empezará en la barra de un bar y, en vez de balas, se utilizará como munición la modesta sabiduría musical. Alguien comentó nuestro desembarco por la capital como una invasión y, con tal catálogo, fuimos con nuestro jefe del campo de batalla, el gran Chemi, al local donde íbamos a saciar nuestro sudor con licores de alta graduación, on the rocks, por supuesto. No tardamos en encontrar los mejores rincones, de aprender a negociar con vendedores de ilusiones ambulantes teñidas de rosa y blanco y con roqueros frustrados con ínfulas de estrellas e incluso a dar rienda suelta a nuestro lado de espectador más felliniano. También tuvimos tiempo de, ayudados por las nuevas tecnologías, acordarnos de los que no pudieron cruzar el charquito y recordarles que los echábamos de menos. Así que, con un buen puñado de risas y la certeza que, aunque bebimos lo suficiente, al día siguiente íbamos a tener mucha sed de agua, cerca del saludo de Lorenzo a Catalina decidimos concluir nuestro ocho de diez.

Nueve de diez. Agua. Eso fue lo que oímos primero y vimos caer después al abrir nuestras ventanas alquiladas al mundo. Invitada que, no por esperada, no dejaba de sorprender su presencia. ¿Cómo se atrevía a aparecer? Luego pensé que no le iría mal a este ombligo de ciudad un poco de refresco. Igual que a mí, porque tenía los mejores solos de Mike Portnoy, Lars Ulrich, Matt Sorum y John Bonham, donde quiera que esté, entre las orejas. Entonces, la inteligencia emocional y la amenaza de una batucada por parte de los cuatro jinetes, me obligo a descansar mientras las putas, los camareros y el humo de las letras de Sabina hacían de tranquilizante, esperando solos menos estridentes y ruidosos y pasarelas a castillos de papel. Porque con el fin de la sesión de drums y la caída de la tarde vino la emotividad. Pareja feliz, padres con la L, pero cómplices en todo. Besos, abrazos y un castillo de regalos para la princesa, que no del pueblo, sino del rock, con nombre de montaña latina, culpable y acicate de desvelos, trabajos interminables y muchas horas de corazón y alma. Ya conocía al locutor, pero se me permitió conocer a la persona y a la gran mujer que está detrás de este gran hombre. Una delicadeza, detalles de futuro padrazo, conversación amena, pillería y emoción por lo que íbamos a vivir en varias horas fueron nuestros aliños en la mesa. Nos despojamos de nuestros pechitos y chupetes y, con nuestras chaquetas de cuero y miradas canallas, al compás de la salida de los gatos pardos al callejón, tuvimos de nuevo ese déjà vu de poner voces y olores a las caras de las pantallas junto al sabor de una buena cerveza de calentamiento para un gran trago de rock sin destilar. Y, con las primeras notas, desde Madrid, al cielo. Guitarras. Barras de bar. Besos. Fotos. Abrazos. Saca la lengua. Piernas. Riffs. Suspiros. Poses. De nada sirve hacerse mayor. Tarque. Leiva. Escalada. Roxy girl. A que hora acabas. Señor Cortés, don Pepe. Ramones. El Refugio. Barman. Otra más. Escaleras. Colas en el baño. Toma. Chupa. Lame. Enrollado. Billetes. Like a Rolling Stone. Compadres. Rock del bueno. Licor del bueno. Dio. Marilyn. Elvis. Mahou. Paradise City. Duerme. Alameda. Nueve de diez. Tarde. Diez de diez. Sobresaliente.

En circunstancias normales, este sería el final, pero cuando la suerte te coloca en el entorno más próximo a la verdadera pasión por la música en forma de persona, aceptas sin rechistar un viaje en carretera para volver a respirar acordes, sentimiento y letras que enamoran. Se produce lo inevitable, vuelves a caer, aunque las horas vividas sean más que las dormidas y necesites la cama más que un diabético la insulina. Y a por el santo Nicasio y sus fiestas en Leganés llevamos nuestros cuerpos, algunos más enteros que otros, para escuchar a un genio andaluz cantarle a su pisito, a los perdedores que se sientan en sillas de plástico, a los botellines, al arte andaluz, al tapeo, a su barrio, a la lluvia, a la primavera, a los porros, a ella y a los capitanes que abandonan primero el barco. Y Albertucho nos volvió a reconciliar con la música, después de haberla querido asesinar en defensa propia gracias a una rubia autora de ponzoñosas canciones, mientras tapeabamos y brindabamos, otra vez, con Catalina de testigo. Un excelente epílogo a una gran historia, con oscuros pasajes y pocos rayos de Sol, por culpa de la lluvia y la Luna, que en estos días, me sabe a poco.