lunes, 3 de abril de 2017

AFS Festival. Loco Club. 25 de marzo.

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Hay veces que, en tus fases vitales, conviene tomar distancia de las cosas que una vez fueron casi cotidianas para luego, si se retoman, poderlas saborear con más entusiasmo. El primer helado o el primer baño de la temporada estival supongo que tienen la gracia de la estacionalidad y de aquello de 'cada cosa a su tiempo'. Aunque con esto de la atemporalidad estacional, uno ya no sabe a qué atenerse.

Valencia es tierra que huele siempre, mínimo, a primavera. A salitre, a fuego. Y a música. Huele a música. Si las nubes huelen, o se preguntan a que huelen, nuestra tierra, huele y suena a música. Y pasada la guerra de las Fallas, sin bajas a lamentar en las trincheras, tocaba salir a buscar los champiñones musicales de la primavera. Y nada mejor que hacerlo con una, otra más, de las fantásticas ideas de Tono Márquez y sus socios. Montar un festival que nos transporte mecidos de la tarde a la noche donde se presentan en sociedad una panda de rockeros de toda la vida con sus inquietudes, ritmos y actitudes, un guitarrista legendario de la escena madrileña con una carrera en solitario más que solvente y el All-Star-Game en banda de rock, merecía muy mucho la pena. La cita, el AFS Festival. El lugar, Loco Club. Con una carta que promete armonizar rock y barra. A saber, Voltaje, Star Mafia Boy y Capitan Booster. Y para desempalagar tamaño menú, dos sibaritas de los platos. Platos musicales, se entiende. Pol Kraken, que es como Mendieta tirando penales, infalible, y uno de los jugones organizadores, Carlos Ibáñez.

Con aquello de las novedades horarias -las 19.30 no es, para mí, hora habitual para conciertos, dime clásico-, y haciendo una previsión de larga noche de rocanrol, me meriendo a la hora que Burning sintonizan a los Stones dos bocadillos de embutido de mi charcutería favorita, con un par de copitas de Mala Vida. Después de contar esta estúpida frivolidad gastronómica, darle candela a las orejas con decibelios era el próximo paso.

Desde la puerta oigo a Voltaje. Me presento con ligero retraso, pero el justo para poder comprobar que ha sido todo un acierto el venir hasta aquí. La banda suena de maravilla. Son rock, actitud y una muestra más que esta ciudad está llena de talento. Son otra conjunción astral. Lo comento con Pol Kraken y asiente. Esas ideas que probablemente surgen en un bar a las tantas, mientras suena cualquier clásico de Led Zeppelin y se pide la penúltima. Suzuki hace levitar sus dedos por las teclas del Hammond de la misma manera que un amante dibuja mapas en la espalda. Con contundencia y sensualidad. No me extrañaría nada que quemara su instrumento y saliera raptando a la más joven del lugar, como un Jerry Lee cualquiera. No hay fuga. Ni falta que le hace. Francis, el cantante, exprime su garganta a pesar de la gripe. Pues los bichitos le sientan bien, habida cuenta del mojo que desprende cada uno de sus temas y sus piruetas con el pie de micro, cruzando servidor los dedos para que no haga un desconchado en el techo en un subidón a ritmo de los riffs de Eloy. Wally y Carlos son los sicarios perfectos si liquidar a gente fuese a base de ritmo y cadencia. Brutal el solo marcado por el dueño de las baquetas. Solventes, profesionales y conocedores de este maldito negocio donde no queda otra que tocar y mover el culo como si mañana fuese el día del juicio final. Tienen bien merecido el Primer premio C. Montgomery Burns en el campo de la excelencia, aunque se lo roben a Homer. La audiencia los despidió con una atronadora ovación, a pesar de ser horas bajas en eso de la exaltación de la amistad y con los depósitos etílicos a medio rellenar. Lo que quiere decir que tenemos Voltaje para rato. O por lo menos, hasta cuando ellos quieran.

En algún momento de la euforia, entre los guitarrazos de Eloy y mis cervezas de dos euros, Pol, ese buen árbol del rock donde arrimarse a aprender, desaparece de mi lado para preparar la ocupación de su espacio reservado en la cabina. Me ha confesado que tiene preparadísima la sesión, tal y como hace siempre en su casa, dejándose llevar. Una garantía más que suficiente. He tenido tiempo de observar con el rabillo del ojo que una buena representación de las bandas locales andan por debajo del escenario, disfrutando del voltaje de la banda y diseñando estrategias para acercarse a los cuellos de las chicas rockeras. Así, a primer golpe, Corazones Eléctricos, con Pau y Kako, Jolly Joker, Dani de Babylon Rockets, Monty, de Gran Quivira y Femme Fractal, Jose Cebrián y el gran Emilio, que solo por el hecho de escribir para Jot Down es para mí una puta estrella del rocanrol. Alguno más habría que seguro que mi despiste continuo no me permite retener ni recordar.

Mientras Pol perfecciona su savoir faire con los discos, decido que es el momento perfecto para beber con pausa, tomar notas de lo que va a ser este relato y hacer recuento de la parroquia. Los temas made in Kraken se suceden y son perfectos para que Adri RockRunner demuestre su alma de James Brown con sus pasos de baile.

¿Recuerdas aquel párrafo del principio? ¿El de disfrute de las novedades? Pues me presentaron una. Con sabor a canela y en golpes pequeños. Locos de la canela todos. Con alcohol, claro. Thunder Bitch se llama el invento, llamado a competir con ese licor con cabeza de ciervo. Igual de peligroso. Exteriorizo mi sorpresa ante la novedad etílica mientras paso el rato con la excelente mente musical de Pol y su sabiduría a base de temazos de ayer, hoy y anteayer, con el gran Chuck Berry siempre presente. ¿Me estaré haciendo viejo para el rocanrol?

Turno para Star Mafia Boy. que con el primer tema ya sabemos que no va a dejar indiferente a nadie. Con una banda de tres demuestra los años que lleva encima del escenario, con una actitud insultante para el que no esté gozando como él arriba del escenario. Pero bueno, nos lleva años de ventaja. Hacemos lo que podemos, porque nos queda noche todavía. Pero nos conquista al traspasar la cuarta pared y marcarse un riff en el suelo de la sala y subirse después a la barra, como aquellas chicas del Bar Coyote, con Emilio ajeno al show, de espaldas al guitarrista, cerveza en mano y riendo como Bon Scott en la portada del Highway to Hell al vernos, supongo, las caras de estupefacción. Respeto eterno a este madrileño que vino a volarnos la cabeza. Y que sí, tenía algo guardado para nosotros.

Llegamos a la fase final del festival con Tono demostrando alegría en su cara. La maldita canela alcohólica se ha quedado en mi garganta y parece que la guerra con el Jägermeister está más que servida. Pero no seré yo el que hoy ofrezca su cuerpo como campo de batalla. Capitan Booster vienen, después de conquistar Barcelona, a no hacer prisioneros. Y brilla el sol con sus primeros acordes, aunque sean más de las diez de la noche. Están rodados. Sincronizados y con un repertorio que pasa por todas sus influencias y sus seis puñaladas propias, que son una manera de matarnos suavemente. O, más bien. de manera salvaje. Cada vez me gusta más Galway City Tales y bien podría ser la canción despertador para un lunes de los que no quieres que lo sean. Es una suerte que de grandes bandas surjan proyectos de otras grandes bandas porque todos ganamos. Viva la división celular en las bandas de rock porque nos hacen hervir la sangre a base de bien.

El concierto finaliza, ahora sí, con una exaltación de la amistad. Los dos bises sirven para eso, para disfrutar, ovacionar y hacer subir al escenario a amigos y colegas de cartel y corear el clásico Nice boys de Rose Tattoo, que es una manera perfecta de poner el punto final a una tarde noche de reencuentro de sensaciones, de taburetes y de blocs de notas que dejan sus huellas marcadas, esperando otras salas y otros escenarios donde dejar garabatos.

Chicos malos, en definitiva. Porque los nice boys don’t play rock & roll.