miércoles, 22 de junio de 2016

Tan joven y tan viejo.

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Me hago viejo. Es empírico. Tan solo hace falta echar un vistazo al DNI o narrar las molestias articulares que adornan mi cuerpo. Las victorias del Madrid -no por ellas, sino por las mamadas que reciben cuando lo hacen-, ya no me dan dolor, simplemente no las veo y me dan igual, mientras abro otra botella de Mas de l'Alba y mi pelo huele a ti. Y lo atuso, que todavía es pelazo y -espero- por mucho tiempo. Y pienso en dejar crecer la barba o no, dilemas del primer mundo que huele a hipster. Cuando solo es que somos unos vagos. 

La crisis de los cuarenta dicen que llega de diferentes formas. ¿Crisis de los cuarenta? Lo que pasa es que sois somos unas nenazas. Nuestros padres no tuvieron esa tontería y si alguna vez tuvieron dudas, las sesgaron con silencio siciliano, discreción, trabajar y callar.

Y con tomarse un refresco de gaseosa con jarabe de fresa iban listos. Nada de after-work. Ni caña en el bar entre semana. En el balcón, de cuatro metros, cuando el calor apretaba hasta de noche. Ni terraza con vistas ni hostias. Refresco y punto. Quizá tocado. Un chorrito de coñac. O ginebra. Larios. La duda ofende. Y miraban a sus mujeres como mujeres, mientras nosotros las mirábamos como diosas, que para algo eran nuestras madres. Y el valor de la radio o la tele, pagada a tocateja no sea que vengan mal dadas. Y la prensa de papel. Con los dedos manchados. Y ese olor. A tinta.

Y aquí andamos nosotros. Con nuestros dramas, nuestras chorradas de adultescentes, millennials o lo que narices seamos ahora. Con nuestras fotos tomadas setenta veces para subir la sesenta y ocho a Instagram. Rebuscando cuales son los reductos para permanecer eternamente jóvenes y ser aceptados socialmente. Como toda la vida desde la puta guardería. Primero fueron los tebeos, rebautizados de mil maneras para no parecer infantiles, luego los videojuegos en consola y ahora las redes efímeras, esas que intuimos causan furor entre los adolescentes de primeros besos con lengua e imperceptibles resacas de botellón. Y tuiteamos fuerte desde nuestro sofá. Indignación caduca en 140 caracteres. Mirando hacía otro lado cuando no queremos ver. O tapándonos la boca cuando no queremos hablar. O los oídos al no querer escuchar. Como los tres monos. Ya ves, justo ahora que más hay que ver, más hay que oír y menos hay que callar.

Crisis de los cuarenta, dicen. Consumidores por naturaleza. De los de pagar a plazos hasta un teléfono de última generación del que solo usamos un porcentaje mínimo de él. Curioso, como de nuestro cerebro. Pero andamos felices. Con nuestra pirámide de necesidades cubierta, viviendo más cerca de la inopia que de otra cosa. Con nuestros selfies y sus palos. Con nuestros dedos haciendo la uve. Che, como adolescentes. Nos tienen tan calados que ese gesto, la uve con los dedos, es la marca de los adultescentes millennials que se presentan a las elecciones. Buscando cierta identificación, supongo.

Puta vida, tete. Que Johnny Deep pase de los cincuenta y que siga viviendo como con treinta. Esa es la crisis de la edad. Ver retirarse a Valerón, a Xavi o a Pirlo. Pensar que ya nos queda poco de Navarro, Pau o Nadal, que ya no son tan indestructibles. Esa es la crisis de la edad. Porque vives su sudor en tu sofá. Porque son de tu generación. Le 'hablabas' de tú a tú. Y desde ya, quienes ocuparán tu rinconcito de deportistas admirados nacieron después del Cobi, del arco y la flecha y de Epi llevando la antorcha. Niñatos más altos, más guapos y más fuertes que tú. Que te podrían levantar a tu chica sin apenas esfuerzo.

Tan joven y tan viejo. Like a Rolling Stone.