martes, 2 de febrero de 2016

La tele que me hizo ser mejor.

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No recuerdo exactamente el año, ni tan siquiera el mes. Y mucho menos el día. Probablemente sería viernes, que son los días donde el impulso invita a hacer más cosas. Lo bien cierto es que, tras mucho pensarlo y recibir noes en casa por respuesta, allí estaba yo, frente a la tienda de electrodomésticos, con casi tantos nervios como el que va a la farmacia de barrio a comprar condones. Esperaba pacientemente a ser atendido mientras veía los carteles promocionales con esa hipnótica espiral multicolor y mis ansias crecían cada vez más. Hasta que llegó mi turno y pude decir aquello de «Quiero abonarme a Canal+».

No era normal que un joven, con la mayoría de edad recién estrenada, se presentase para abonarse a un canal de pago. EL CANAL DE PAGO. El que verdaderamente abrió la ventana de la modernidad a este país, a imagen y semejanza de los franceses. Ay, los franceses, cuanto les debemos. Hubo antes otros que fracasaron, como aquel Canal 10 por satélite, cuando las antenas parabólicas medían como una paella de veinte, con Jose Luis Balbín y el Moreno como caras más conocidas. Pero el Plus era otra cosa. Era películas que las podías ver en casa apenas siete meses después de estar en el cine, sin anuncios y a la hora acordada, no diez, quince o veinte minutos después. Era fútbol en domingo. El fútbol nació para ser visto el domingo en el campo y a las cinco de la tarde, pero el poder ver tu partido extra, a parte del emitido el sábado por la noche, te hacía ver el final del fin de semana con otros ojos. Se acabaron las visitas a casa de amigos, o más bien conocidos, para ver los partidos del Valencia, sin poder soltar cualquier improperio cuando a Quique le ganen las espalda y el Madrid nos marque en el último minuto. Si eso volvía a suceder en el partido del Plus, podría ciscarme en todo el santoral del jugador, para después de la descarga impulsiva de adrenalina, empatizar con el Faraonito y entender que él siente el hierro y que solo fue un error impregnado de exceso de confianza. Y con los míos a mi lado. Con mi padre diciendo "Che, che, che..." a modo de desaprobación y mi hermano sacando la vena de rabia, esa que roza la lagrima.

Todo eso lo pensaba mientras me iba a casa con la caja debajo del brazo. Sonriente, como aquel niño con la botella gigante del anuncio de Freixenet. Tenía todo estudiado. La estrategia de venta. A la reprobación inicial paterna que era lo que me iba a encontrar al llegar a casa, recuerden aquellos noes, argumentaré que es para la tele de mi habitación. La pequeña, la que tiene euroconector de las dos, y que no hace falta instalación previa. Cable a la tele, cable al descodificador y las rayas en blanco y negro del codificado se transforman en color. Como la espiral hipnótica. «¿Y cómo vas a pagarlo?», preguntó mi padre, intuyendo casi la respuesta. «Con mis ahorros, y estirando la paga. Saldré menos», respondí yo. Y probablemente, esa fue la mejor venta de mi vida, porque en apenas cuatro días, una serie de cables y adaptadores gobernaban el salón y el Canal + se instaló para siempre en nuestra televisión familiar.

Y un poco, nuestro estatus catódico cambió. A los partidos importantes, venían familiares y amigos a casa. Y en la intimidad, como nunca fuimos de vídeo, teníamos entretenimiento de calidad. Teníamos pelis de las buenas, teníamos fútbol de ligas extranjeras y los resúmenes de los partidos de la española eran a horas decentes, sin tener que esperar al "Minut a Minut" de Canal 9, al "Gol a Gol" de TV3 o al "Estudio Estadio" de TVE. Nos abrazamos a "El Tercer Tiempo". ¡Quien podía resistirse con ese nombre! Resúmenes cortos, concisos, con declaraciones. Sin caspa. Sin partidismos todavía. Sin el jabón que ahora reciben los de siempre. Y el lunes, con "El día después", más sosegado, más divertido, más analítico, abriendo el camino a todo lo bueno, y lo malo, que vino detrás en esto de analizar la jornada.

Y las noches de baloncesto, huérfanas sin Trecet en TVE. La NBA. Los All Star. Aquella canasta de Jordan en el último segundo. Cuando Andrés Montes era de culto y Daimiel era Daimiel, pero más jóven. Habían otros deportes pero no despertaron mi interés más allá de la efímera curiosidad. Y «Lo + plus», con Fernando Schwartz, Siñeriz y un pequeño y gracioso oriental dando consejos de casi todo. Y Pradera. Máximo. Por el que no tenía miedo a caer en una isla desierta gracias a sus clásicos, recopilados para nosotros. Y Friends. Y Sexo en Nueva York, que ahora es lo más normal del mundo, pero antes no. Y el porno, como no decirlo. Sin miradas ni contrabandos en VHS.

Y de ahí, la evolución. El Canal Satélite Digital. La llave pasando a tarjeta. Y el entretenimiento multiplicado, como el milagro de los panes y los peces. Con todas las ligas, de la mano de Julio Maldonado, con ese canal de fútbol las 24 horas, evolución natural de Sportmania. Con Gaby Ruiz, Giorgio Avversari, Carlos Castellanos y Duncan Shaw en «Fiebre de fútbol», que era como una charla entre colegas y donde cazabas datos para soltarte el moco sobre tal o cual fichaje sudamericano, cuando no estaba toda la información a un click de ratón. Y el cine, un estreno cada día, ahora con la opción de la versión original. Una y otra vez.

Dicen que la tele atonta. Que nos entretiene sin pensar. Que mejor los libros. Libros son los de Truman Capote y los de Belén Esteban. Mismo continente, distinto contenido. Con la tele pasa lo mismo. Y esta, aquella, tele me ha hecho ser mejor persona. O, por lo menos, más curioso. Gracias a ella descubrí que la publicidad es más que anuncios de detergente, con esos especiales de Cannes o El Sol. Escuché a Pacino, Irons y a Streep en versión original mientras mejoraba mi inglés. Aprendí a analizar de otra manera el fútbol, a amar el baloncesto y descubrí a Los Enemigos.

Después, el desastre. Cuatro "el canal en abierto con el estilo Plus", decían. Con buenas intenciones pero que, con el yugo de la audiencia, acabó siendo vendida al enemigo, Mediaset, que entiende de entretener, pero más a trazo grueso. Y el Plus, nuestro Plus, retocándose para parecer más joven, más atractivo. Hasta ayer, que se hizo un cambio total y se ha cambiado hasta el nombre. Más moderno, dicen. Pero no albergo esperanzas que pueda ocupar el espacio que ocupó en aquel entonces nuestro Plus. Supongo que es como aquello que cantaba Bob Dylan, los tiempos están cambiando.

Ayer, a las 20.30, la mosca del Plus desapareció, para dar paso a #0. Pero, en un último ejercicio de poesía televisiva, su última cortinilla de cierre fue la del "Informe Robinson" dedicado a Iniesta-de-mi-vida, donde me volví a emocionar. Quizá hubiese preferido un guiño nostálgico a todo lo que ha sido el Plus, con la careta inicial y la guitarra de Sanlúcar sonando por ¿última? vez. Suerte que Eugenio Viñas la ha rescatado en su Instagram para todos y podemos volver a escucharla. 

Hoy somos un poco más mayores. Hoy tenemos una arruga más.

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