viernes, 13 de agosto de 2010

Mi anuncio de cerveza

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Y lo viví. Por fin. Desde hace un par de años, los que no necesitamos dormir para soñar y somos tan estúpidamente románticos que pensamos que, solo con no ser malas personas, al final la vida nos dará una recompensa, cuando llegan los primeros calores del verano queremos escapar a tierras de aquí al lado porque nos han puesto delante de los ojos un paraíso cercano. Lugares con aguas transparentes, días eternos de sol con preciosos finales, brisas suaves, coche histórico como medio de transporte, amores de verano… Demasiado idílico para ser verdad, pensaba, mientras sonreía de camino a casa después de desprenderme metafóricamente de mi corbata de trabajo. Seguro que solo es una perfecta campaña publicitaria bien preparada, seguía con mi soliloquio mental, en el momento en que facturaban mi maleta. Desconectaré, sin dejar que penetre en mí piel nada más que los rayos del sol, me argumentaba a mi mismo, mientras volábamos intentando, de manera inútil, alcanzar al horizonte. Y en esas estaba, convencido de todo, de la estancia, de los planes, de los deseos, cuando la primera brisa de la isla me tumbó los argumentos como cuando te abren la puerta de la habitación donde estás construyendo un castillo de naipes. Lo que en un principio iba a ser menos de seis días, se convirtió en una larga, sobre el papel, estancia de más de diez, con setecientos kilómetros, marcados en el cuentakilómetros de nuestro viejo pero fiable Renault 4, de subidas y bajadas, de búsqueda de calas sin acento teutón, de gastronomía típica y muy rica en emociones, lugares, sabores, olores y pequeños momentos que permanecerán para siempre en mi mochila. Eso sería la versión corta de los hechos, pero los matices, las intrahistorias son las que hacen la aventura especial.


Tener la suerte de contar con unos anfitriones con el corazón más grande que el Estadio Azteca, que se ponen a tu entera disposición y que han sido unos guías perfectos, tanto de playa como de ciudad, es un lujo que no está al alcance de todos. Y si, además, están bendecidos con una niña que es toda luz y simpatía, el placer se multiplica. Poder poner voz a caras familiares que son a la vez personas desconocidas y que te permitan compartir sus pequeños secretos gastronómicos del pa amb oli y sus baños a la luz de la luna insular es toda una bendición. Compartir la preparación, e incluso colaborar, en la preparación del trampó, con sus rebanadas de pan tostado y ese toque justo de ajo es un placer gustativo. Disfrutar de una agradable sobremesa, enlazada con la merienda, con un joven de setenta años cumplidos, con temas tan variados como la albañilería, el pescado, las redes sociales y la gastronomía en un entorno casi virgen del ruido de los tour operadores, y descalzarte porque te sientes como en tu propia casa. Lanzarse desde embarcaderos hacía aguas que reflejan hasta tus más puros pensamientos, una descarga de adrenalina. Vivir uno de los mejores conciertos del verano incluso desde tres días antes y notar entre medias el sudor del rasgueo de un guitarrista sin nombre en los grandes carteles, mientras suenan las notas de los clásicos del rock como noche telonera, un sol en clave de. Pasar de puntillas por los excesos de la luna, reír hasta llorar con el caganer veraniego, versión original en francés sin subtítulos, experimentar con la moda ibicenca, el Guitar Hero, charlar con Jairo Muchachito sin importar el tiempo, tontear y ofrecer la luna a la primera sonrisa correspondida, Valldemossa y su tranquilidad controlada por gatos negros, Santanyi y su paleta de colores azules y marrones, los caracoles con alioli, el número seis, ese invento mallorquín. Y Laia. Su sonrisa, su primera papilla de verduras y su foto-foto-foto.

Todas estas cosas, todos estos sabores, matices, aromas, caricias, besos, abrazos, todo esto me lo llevo de vuelta en mi maleta, rebosante hasta los topes. Tanto, que incluso me costó cerrarla. Podría seguir narrando las historias de estos cortos doce días. Iba para seis, y ahora ya estoy pensando en Cabrera, las Cuevas del Drach, en el titulito, en graparme las cangrejeras a los pies, en saldar pellizcos pendientes, en la Ruta Martiana, en la cámara sumergible. En vosotros. Y en los rizos que seguro le saldrán a Laia y las risas que nos echaremos al conversar con ella.


Igual, sin saberlo, haya vuelto a mis orígenes treinta y pico años después de la llegada de unos humildes recién casados de un pueblecito valenciano en su viaje posterior al ‘si quiero para siempre’, y por eso recibo toda esta energía. Idílica verdad marcada a fuego. Y, sorprendentemente, no he echado de menos estar tras las cortinas de un cine de verano. Gracis.


4 comentarios:

  1. Anónimo15:58

    Que decir... que sin ti nada de esto hubiese sido posible.
    Gracias por estos días que nos has regalado, gracias por querer compartir junto a nosotros momentos tan maravillosos.
    Recuerda que te esperamos con los brazos abiertos, el guitar hero preparado y un white label corto de 7up

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  2. Anónimo21:14

    Precioso lo que dices........

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  3. no me canso de leerlo... cuanto mas lo hago mas recuerdo lo bien que lo pasamas... :D el año que viene más y con una barquita :P

    un abrazo.. tras las cortinas de un cine de verano..

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  4. Tio ... sense saber massa de la historia logres clavar-te en ella.
    Sos crack pelotudo.
    Nos vemos en los bares tron ...

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