domingo, 12 de septiembre de 2010

Juntaletras. Capítulo III

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Los rincones de las aceras son fríos. Su tacto rugoso es consecuente de la miseria de la noche transformada en escarcha. La espera desesperante de no poder buscarla. El encuentro desconcertante de no poder encontrarla. Todas las tomas, todos los licores y los ofrecimientos ilegales no llegaban a cubrir la ausencia de su sonrisa. Él creía que el castigo era inmerecido. Alguien dijo en una canción que no salía a la calle por correr el riesgo de encontrarla. Asumía el riesgo. Quería ese riesgo. Es más, lo necesitaba. Aunque supiera que no la iba a ver. Hoy no podía. Es lo que tiene ser ilegal en el amor. Un sin papeles. Cualquier movimiento de la puerta del bar iba seguido con su giro de cuello para ver si quien pasaba por el marco era ella. Aunque sabía que no iba a ser. Mismo movimiento, misma sensación, misma respuesta. Maldita sea, mascullaba con una mueca en su cara y sorbía un nuevo trago de Alhambra. Se aficionó a esta marca desde su viaje a Sevilla y Córdoba hace casi un año. Con ella. Convención de trabajo, dijo ella en su casa. Es lo que tiene Medicina. Siempre hay que reciclarse. Y su marido no le haría muchas preguntas. Seguro que le vendría de cine para salir con sus amigos y, sobre todo, para ver a esa amiga que ella sospechaba que tenía. Turismo típico, plazas de toros, museos, mezquitas, sombreros cordobeses, canadienses sevillanos, franceses sevillanos, alemanes sevillanos. El turismo global y el albero es lo que tiene. Y la cerveza fue un pasajero más de aquel viaje. Recuerda que aún colgaban de las farolas los carteles de la pasada Feria de Abril y la ciudad parecía en un estado latente de resaca del que no se iba a recuperar hasta que no viniese el mes de las flores. Pero el levitaba y disfrutaba cada instante, cada matiz, cada sorbo. De ella. Y de la cerveza también. Con cada trago que daba ahora le venía a la mente algo de ella en aquel viaje. Los vaciles a los turistas con su inglés americano en la puerta de la Maestranza. Como destrozaron el noble baile de las sevillanas en el casco viejo, cerca de la Torre del Oro, hasta arriba de rebujito y algún gintonic. El tacto de su piel con la yema de sus dedos. Castigo inmerecido, volvió a pensar, buscando darse pena a si mismo y asumiendo el papel de víctima en el que tan cómodo se encontraba en situaciones como esta. Desde fuera no parecía tan mal su aspecto, pero dentro era todo serpientes. No quería estar en esa posición en la que la mente le hacía estar ausente. Aún podía estar relacionándose, gracias a su piloto automático, con los sospechosos habituales de la barra del bar, escuchando sus malos chistes y sus inventadas experiencias sexuales, sin dejar de pensar en los mil quinientos lugares en los que podría estar con ella en ese preciso momento. Y mirar la puerta con el rabillo del ojo. Le daba miedo el no poder controlar estas situaciones con calma. Parecer vulnerable. En sus anteriores relaciones siempre manejó el como, el donde y el cuando y solo recuerda una vez en la que no fue él quien decidió romper, pero sólo fue un minuto antes de cuando tenía previsto hacerlo, así que se podía considerar un empate. Cena de negocios con su marido, le dijo ella cuando él le propuso su, en principio, especial plan para esa noche. Hay que guardar las apariencias, sabes que lo mío con él no tiene futuro, es cuestión de tiempo, le argumentó ella. Si es cuestión de tiempo, déjalo en dos minutos, en cinco te estaré esperando debajo de tu casa y en diez estaremos viviendo el resto de nuestras vidas uno al lado del otro, le pudo contestar con una lucidez asombrosa incluso para él. Tiempo. El tiempo está cambiando. Lo sabía porque la rodilla le empezaba a doler. Ya hace menos frío en la calle. Mirando hacia arriba volvió a ver carteles colgados de farolas. Esta vez eran de Fallas. Mirando hacia abajo vio la acera y sus viejas botas que estaban hechas para caminar. Esperaremos al tiempo, a las noches, a los días, a las tardes, a las madrugadas, pensaba mientras se subía innecesariamente el cuello de su chaqueta. Las sirenas de ambulancia sonaban desde lejos. No sabía si estaría mejor de pasajero, con preferencia de tráfico y trato de favor. Mejor no, mientras sacaba un pitillo que se le escapó de las manos, cayendo en la acera. Fría y rugosa. Maldita escarcha.

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