miércoles, 1 de agosto de 2018

El último trago del Nueve.

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El último trago nunca sabes que lo es. El mío fue, exactamente, un chupito de Jack Daniel's. Como siempre, hice caras al pasar la bebida por mi garganta. Mi dureza no es como la de Andrés, curtido en mil y una batallas a un lado y otro de la barra. Todavía tuve los arrestos de marcarme unos pasos de baile tratando de disimular el ardor que provoca ese bourbon, roquero por excelencia. Desde la esquina de la barra, alguien reía. Lastimosamente, supongo. Si sabes que ese es el último, lo abrazas para la eternidad. Pero ahí está la gracia. Beberlo con normalidad. Aunque diez, quince o veinte días después se vuelva amargo.

El Nueve Tragos cierra sus puertas. Dieciocho largos años, muchas páginas escritas y recuerdos que se nos quedarán para siempre hasta que nuestro coco se reblandezca por los excesos de juventud y madurez. El Nueve entró en mí una tarde noche de marzo de 2010, con un acústico de Igor Paskual. Día 16, en plenas Fallas y, con esa cara que solo tiene el que se encuentra a medio camino de la borrachera y la resaca, me presentaba allí, tímidamente, ante el dueño, para no marcharme nunca más y dejar un trocito de mi corazón en esas mesas redondas y en esa barra presidida por un lema digno de ser mantra. Sueños de rock & Roll. 

El Nueve ha sido mucho más que un bar. Ha sido un hervidero de cosas. Me niego a llamarlo contenedor cultural, aunque pueda ser la definición técnica más acertada. Incluso fue restaurante sin serlo. O lugar improvisado para comerse una pizza regada con tertulia. Allí he comprado vino, he sido solidario, he asistido a charlas donde la música ha sido protagonista, a presentaciones de libros, a proyecciones cinematográficas con palomitas, a partidos de fútbol, a fiestas infantiles, a exposiciones fotográficas y a conciertos. He celebrado cumpleaños provocando la mejor de las sonrisas. Incluso me ha servido de escritorio en alguna de esas noches en las que solo necesitas buena música, un whisky con hielo y el buen hacer detrás de la barra. Y sí, he subido al coche de choque, con la correspondiente foto. Incluso tengo una tarjeta VIP, de la que me siento orgulloso.

Me consta que Nueve Tragos ha sido, es y será importante para mucha gente. Fue donde ella le dijo sí a él, dejando dos hijos para la posteridad, convirtiéndose para siempre en su bar. Fue el sueño cumplido de un chaval al que su pasión por el rock de Loquillo lo hizo empresario. Es nuestro espacio de seguridad, donde lamernos las heridas de lobos solitarios y el lugar del que siempre hablamos. Es el vaivén de las copas hablando de fútbol en clave valencianista o del pasado cuando jugábamos, saltando sin rubor a los problemas con las mujeres, como el disco. Es visitar sus paredes, historia viva del rock en España y Valencia. Es el altillo. Es el Loco entrando y callando a todo el bar con solo su presencia. Es el abrazo sincero de Andrés al llegar. Es el abrazo sincero de Andrés al marcharte. Es la intimidad de la puerta cerrada y las confesiones que no se pueden contar. El Nueve Tragos es la mutación al Mesón La Pepa, las mismas caras, los mismos gestos, la misma elegancia, pero bien comidos y bebidos.

Patraix se queda un poco más oscuro sin las luces de neón. Y esa pendiente despedida a lo grande será la que todos y cada uno de los que nos dejamos un trozo de nuestra vida en el Nueve Tragos imaginemos en nuestras cabezas. Con las caras que queramos recordar, con la canción que queramos cantar o bailar, con el hielo que queramos que suene en las copas.

Espero veros a todos en La Pepa, para que el Nueve Tragos y su rocanrol actitud no muera.

Por un instante… la eternidad.

Gracias por todo, Andrés Albert. 

PD: Perdón por la licencia narcisista de la foto. Si no os gusta, cerrad al salir.



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