jueves, 18 de mayo de 2017

Solo nos queda Eddie.

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Siempre han vivido en el filo. Lo que para nosotros era alcohol y algo de sexo furtivo, para ellos era un camino salvaje por el lado de la vida. Nosotros éramos estrellas del rock a tiempo parcial, fichando nuestra entrada en viernes hasta el domingo. Ellos, toda la semana. Y cuando nos hemos hecho a un lado de la carretera para formar familia, tener un trabajo más o menos decente y que nuestros suegros no nos miren (tan) mal, ellos han seguido haciendo de las suyas. Quemando camerinos, bebiendo y formando familias para que las cuiden otras personas.

Son parte de nuestra juventud, con nuestros estilismos y decoraciones de entonces que son los recuerdos de ahora. Pantalones cortos, camisas de franela y gorras con la visera detrás. Pelos largos y, a veces, sucios. Sí, lo sé. Una guarrada. Pero éramos jóvenes, insolentes y nos gustaba que nos miraran alerta los guardias de seguridad de los aeropuertos. Era nuestro pequeño triunfo. Sí, éramos un poco gilipollas. Pero de eso se trata un poco cuando eres joven. Crees que todo te queda bien. Las resacas no existen más allá que el ligero dolor de cabeza y una pota sanadora si el estómago no soportaba esa mañana el cóctel de bebidas en forma de chupito de la noche anterior.
Lucíamos las camisetas con orgullo mucho antes que las grandes marcas de moda las adoptasen como suyas para nuestros sobrinos mayores o para las profesoras de infancia de nuestros hijos. Nosotros sí sabemos que es Nirvana. O Ramones. Hasta AC/DC, fíjate tú. Llevar esas camisetas era una forma de vida. De vida juvenil, se entiende. Lo de estrellas del rock de fin de semana. Ahora es una parte más del engranaje. Una postura en Instagram. Un vídeo de YouTube. Un recuerdo efímero en Snapchat.

Kurt se pegó un tiro. Con una escopeta. A lo bruto. Sin posibilidad del error. Jugando con el éxito. O saturado de él, se marcó un Hemingway, con dos cojones. Layne se dejó llevar por el opio en vena -heroína y coca, un speedball de manual-, que vale igual para reventarse la tapa de los sesos. Los dos fueron antes de que Internet cambiase el mundo para siempre. Chris, dicen, ha sido de repente. Nos faltan datos, que vendrán. Muertes de repente en el mundo del rock no hay. Ni en el del pop, maldita sea. Facturas de la vida, supongo. Nosotros, nativos digitales de verdad, que queremos contrastar las noticias que nos importan antes de rebotarlas sin mirar, esta mañana, al primer clic del inmenso mundo que está ahí fuera a golpe de ratón, hemos querido que sea un bulo. Hoax, se llama ahora a la vulgar mentira de antes, creada solo por el placer de crear y ver hasta dónde llega. Como el estúpido juego de machitos de ver quien mea más lejos.

Lo bien cierto es que los chicos de Seattle, los que llevaron la bandera del grunge, junto con Sonic Youth o Sub Pop se están convirtiendo en eternos en sentido real. De los cantantes de las cuatro bandas punteras, Nirvana, Alice In Chains, Soundgarden y Pearl Jam, solo nos queda Eddie. Y ya no queremos más despertares amargos. Porque cuando ellos, los de los posters en nuestra habitación, los que cantaban cuando besamos por primera vez a la madre de nuestros hijos en el asiento de atrás del primer coche que tuvimos, se mueren, somos menos jóvenes. Aunque los cuarenta estén pasados o nos amenacen a la vuelta de la esquina.

Kurt, Layne y Chris ya se han largado de este mundo. Solo nos queda Eddie. Y nuestras viejas cintas de cassette.

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